Narra Ester
La mañana transcurría tranquila. Había entregado un par de reportes y estaba organizando unas carpetas cuando sentí un pequeño revuelo en la recepción. Las voces bajaron el volumen, pero las miradas no paraban de girarse hacia la entrada.
—¿Quién será? —susurró Gabriel a mi lado.
Me asomé discretamente. Una mujer alta, elegante, de cabello castaño oscuro perfectamente peinado y un abrigo largo color marfil acababa de entrar. Sus tacones resonaban como campanas de advertencia con cada paso.
—Es la señora BlackWood —dijo una de las secretarias en voz baja.
Mi corazón dio un pequeño brinco. ¿La esposa del señor Ethan?
No supe por qué, pero me puse de pie instintivamente. Cuando la señora se acercó, sentí el ambiente cargarse de una tensión invisible. Su presencia imponía. Era hermosa, sin duda, con un porte seguro y unos ojos que, aunque sonrientes, parecían calcularlo todo.
—Buenos días —saludó con voz suave pero firme—. ¿Podrías indicarme dónde está la oficina de mi esposo?
—Claro —respondí, haciendo un esfuerzo por mantenerme tranquila—. Está al fondo, por el pasillo de la derecha. Puedo acompañarla si desea.
—¿Tú eres su nueva asistente? —preguntó de pronto, sin moverse.
—Sí, señora. Me llamo Ester Ben-David.
Ella me observó por un segundo más largo de lo necesario. Sentí como si estuviera siendo medida, analizada. Sonrió, pero sus ojos no lo hicieron.
—Un nombre… peculiar —murmuró.
—Es un nombre hebreo —dije con una sonrisa ligera—. Significa "estrella".
—¿Hebreo? Qué interesante. —Dio un paso más cerca—. Y dime, ¿te gusta trabajar con mi esposo?
La pregunta me tomó por sorpresa. Pero respondí con sinceridad.
—Mucho. Es un lugar donde aprendo cada día, y el señor BlackWood ha sido muy respetuoso y profesional conmigo.
Ariadne asintió lentamente, sin apartar los ojos de los míos. No dijo nada más. Solo se volvió con elegancia y caminó hacia la oficina de su esposo.
Yo volví a sentarme, pero sentí el pulso acelerado. No por miedo, sino por algo que no podía nombrar. Algo en esa mujer no encajaba con la imagen que uno esperaría de una esposa feliz.
Poco después, mientras organizaba unos documentos cerca del pasillo, oí voces tras la puerta del señor Ethan. No entendí palabras, pero sí el tono. No era una conversación alegre.
Un portazo suave, pasos rápidos. Ariadne salió de la oficina con la mandíbula apretada y los ojos brillando. Esta vez, no me miró. Solo pasó de largo como una ráfaga de perfume caro y tensión contenida.
Gabriel se acercó.
—¿Todo bien?
—No lo sé —murmuré.
Pero en mi interior, sentí que algo se había despertado. No en mí, sino en ella.
Y lo supe: esa mujer no me había conocido… me había identificado.