Narra Ethan
No había pasado ni una hora desde que el día había comenzado con normalidad cuando escuché los tacones de Ariadne acercarse por el pasillo. Los reconocería en cualquier parte. Siempre caminaba como si el mundo le debiera algo.
La puerta se abrió sin golpear. Como siempre.
—Buenos días, Ethan —dijo con esa sonrisa de porcelana que usaba para las galas, no para mí.
—Ariadne —me puse de pie, incómodo—. No sabía que vendrías.
—Lo sé. Esa era la idea.
Me crucé de brazos. No tenía energía para otro de sus juegos.
—¿Necesitás algo?
—Solo pasar a saludar… y conocer a tu flamante asistente. —Dijo la palabra asistente como si le diera náuseas.
No respondí. No caería en provocaciones.
—¿Ella? Ester, ¿verdad? Tiene cara de niña de coro. Muy… pura.
La miré directamente, harto de sus comentarios pasivo-agresivos.
—¿Viniste a hacerme una escena?
—¿Yo? ¿Una escena? Por favor. Solo quiero asegurarme de que no estés siendo… mal influenciado. Ya sabes cómo son esas chicas jóvenes con sueños y faldas planchadas.
Respiré hondo.
—Ester es profesional, brillante y sumamente respetuosa. No volveré a tolerar insinuaciones.
Su sonrisa se desvaneció.
—Te estás volviendo blando, Ethan.
—No. Me estoy volviendo justo. Y estoy cansado de que confundas control con amor.
Ariadne dio un paso atrás, herida. Lo noté en sus ojos, aunque trató de ocultarlo con altivez.
—¿Así que ahora la niña de la oficina te da lecciones de moral?
—No. Me las doy yo solo —dije con firmeza.
Ella no respondió. Solo se dio la vuelta y salió. Sin despedirse. Sin mirar atrás.
Me quedé allí unos segundos. El silencio de la oficina me pesó más de lo habitual.
No era por Ariadne. Lo nuestro hacía mucho que había muerto, aunque el papel siguiera firmado. Lo que me inquietaba era algo más profundo… esa sensación de que Ester había traído algo distinto. No solo a la oficina. A mí.
Un contraste doloroso entre luz y sombra.
Y por primera vez en mucho tiempo, me pregunté si era demasiado tarde para elegir la luz.