Narra Ethan
La lluvia nunca había sido tan pesada.
El sonido de las gotas al golpear el cristal de mi oficina era el único eco en el cuarto vacío. La ciudad de Nueva York, que siempre parecía bullir con vida, ahora estaba en silencio, como si también ella supiera que algo estaba por cambiar.
Era tarde. La luz de la lámpara sobre mi escritorio parpadeaba, y mis manos descansaban sobre los papeles que no podía concentrarme en leer. El reloj de la pared marcaba la hora sin que yo pudiera hacer nada para detenerla.
De repente, escuché un sonido: unos pasos, suaves, pero inconfundibles. Un crujido en el pasillo. No era el sonido de alguien más. No era solo un ruido cualquiera. Era Ester.
Me levanté de inmediato. Mi corazón, que durante todo el día había permanecido en su lugar, ahora latía en mis oídos. Pero no me moví. Esperé. Mi mente, tan acostumbrada a controlarlo todo, luchaba por mantener el orden.
La puerta se abrió, no por cortesía, sino por una necesidad no expresada. Y allí estaba ella.
Ester. Como siempre, con esa quietud en sus ojos que me desarmaba, que me ponía en frente de algo que no podía controlar. La luz tenue de la oficina se reflejaba en su rostro, suavizando sus rasgos, dándole una fragilidad inesperada. Había algo en su mirada que ya no era solo reverencia. Había algo más. Algo que no sabía si era bueno o malo.
—¿Necesitas algo? —Pregunté, mi voz mucho más tensa de lo que pretendía.
Ella no respondió de inmediato. Se quedó allí, observándome, como si estuviera decidiendo qué decir. Y eso… eso me inquietó más que cualquier otra cosa. No la había visto así antes. Con esa mirada que parecía estar desenmarañando algo en mí.
Finalmente, habló.
—Solo… quería hablar. —Su voz, suave, llegó a mis oídos como un susurro. Pero aún así, fue un golpe en el pecho.
Dio un paso adelante. Yo no me moví. No sabía si debía acercarme o dar un paso atrás. Mi mente se debatía, entre la lógica de un hombre acostumbrado a manejar el mundo, y la vulnerabilidad de un hombre que sabía que estaba perdiendo el control.
—Dime, Ester. ¿De qué quieres hablar?
Ella respiró hondo, como si tomara valor, y entonces lo dijo.
—Lo que está pasando entre nosotros, señor Ethan. No puedo ignorarlo más. No puedo seguir viniendo aquí todos los días y pretendiendo que todo está bien. No puedo seguir haciendo como si no lo sintiera.
Mi pulso se aceleró. Su confesión, tan directa y tan sincera, me atravesó de lleno. Mis ojos se encontraron con los suyos, y de repente todo lo que había sido silencio, se llenó de palabras no dichas.
—¿Qué es lo que sientes, Ester? —Mi voz tembló un poco. No quería, pero lo hizo. Era un grito mudo que había estado acumulando en mi pecho.
Ella bajó la cabeza, y por un momento, el silencio volvió a invadirnos. La lluvia golpeaba con fuerza el cristal, el tic-tac del reloj era más fuerte que nunca.
Pero entonces, ella levantó la mirada, y todo se desbordó.
—No sé lo que siento. No sé cómo explicarlo. Pero siento que hay algo aquí. Algo que no puedo ignorar. Algo que cambia la manera en que miro todo.
Me quedé allí, congelado. ¿Cómo podía alguien tan joven, tan pura, como Ester, decir algo tan profundo sin titubear? ¿Qué había en sus palabras que me golpeaba con tanta fuerza?
No podía. No podía seguir ignorándolo. No podía seguir actuando como si no estuviera cayendo, inexorablemente, en algo que no entendía.
Me acerqué un paso, casi sin quererlo. Mis palabras salieron, quebradas.
—Ester… Yo… no sé qué hacer con esto. No sé qué hacer con lo que siento por ti.
Ella vaciló, y por un momento, pensé que todo se desvanecería. Pensé que ella iba a dar un paso atrás, que saldría por esa puerta sin decir nada más. Pero no lo hizo. En cambio, dio un paso hacia mí.
—Lo que sientes… lo que siento… no lo podemos controlar.
Mis ojos se encontraron con los suyos nuevamente, y esa conexión que había sentido antes, ahora se sentía aún más fuerte, más urgente.
Era como si el mundo se hubiera detenido, y todo lo que quedaba era ella, frente a mí, con esa mirada que me desbordaba. Yo ya no sabía si lo que sentía era correcto. No sabía si lo que sentía era lo que debía sentir. Pero la verdad, en ese momento, me parecía irrelevante.
Entonces, como si todo se hubiera resuelto en un solo movimiento, la vi dar otro paso más hacia mí. Me quedé sin respiración.
Y fue entonces cuando todo cambió.
No fue un beso. No fue una confesión ruidosa.
Fue un suspiro.
Un suspiro que flotó entre nosotros, un espacio en el aire que nos envolvió y nos definió.
Fue como si ambos hubiéramos aceptado que ya no podíamos detener lo que estaba sucediendo. Ya no podíamos evitar la grieta invisible que nos separaba, pero también nos unía.
Y en ese silencio, en esa quietud, supe que había llegado el momento. No había vuelta atrás. El destino había hablado. Pero no sabíamos qué significaba aún.
No sabía si era el final o el comienzo de algo nuevo. Pero lo que sí sabía, con certeza, era que ya no había vuelta atrás.
Y no podía detenerme. No quería hacerlo.
—Ester… —Susurré, mi voz temblorosa.
Y ella, sin palabras, se acercó más. El espacio entre nosotros desapareció, y el silencio lo dijo todo.