Para un poco, Elisa

En realidad, el zapato me quedaba un poco grande

No podía creer lo que estaba ocurriendo. Ya había recibido cartas de gente de otras épocas, príncipes enamorados en su mayoría, pero nunca lo sentí tan real como en ese momento. Santiago me tironeaba de la mano, como si no se decidiera a correr pero estuviese a punto de hacerlo. ¡No teníamos ni zapatos! Y la tal Fae, tan tranquila ahí, con sus alas de mosquito. Me puse furiosa.

—¡Hey, tú! ¿No vas a agitar tu varita para devolvernos a la redacción? —pregunté, temblando en el viento helado del callejón empedrado—. Tenemos un cierre de edición muy pronto, no hay tiempo de ir de paseo.

—Yo no los vi tan apurados por trabajar cuando los encontré —respondió ella.

Sentí ganas de tirarle con algo. En eso, un grupo de ratones pasó corriendo a mi lado y se metió debajo de una calabaza podrida, detrás de Santiago. Se me revolvió el estómago. Él no les hizo caso.

—Eso no... No es de tu incumbencia —protestó, en mi lugar—. Por favor, necesitamos regresar. Dinos qué es lo que tenemos que hacer.

La calabaza logró moverse, con tanto bicho adentro, y se fue moviendo hasta alejarse de nosotros. Yo pude recomponerme y advertir que había algo raro en todo eso.

—Cuidado. Te entregas muy fácil, tonto —murmuré, llevándome a mi editor a un costado—. ¿No has leído sobre los genios tramposos que te obligan a pedir deseos?

—No, Elisa. Apenas si tengo tiempo de dormir después del trabajo.

Me enternecí de solo imaginarlo, cayendo sobre su almohada después de renegar tanto conmigo.

—Eso va a cambiar, amor —prometí.

Fae vino hasta nosotros, parecía arrepentida. O actuaba muy bien.

—Perdónenme. No debí responder así —dijo—. La verdad es que no sé cómo salir de aquí. Mi cuerpo se ha vuelto inestable por culpa de la maldición de un hombre que me confundió con otra hada. El Dibujante le dicen, es todo lo que sé. No dejaré de moverme de una dimensión a otra hasta que la maldición se elimine. ¡Espere, eso duele!

—¡Elisa! ¿Qué haces? —gritó Santiago.

Solo por él dejé de tironear las alas de la espalda de la muchacha. Parecían tan brillantes, tan frágiles. Largaban una especie de polvo brillante. Y no se despegaban de su dueña.

—Me aseguraba de que su historia del hada no fuese una mentira —expliqué, sacudiéndome el brillo de las manos, antes de volverme hacia ella—. O sea que admites que eres un hada inútil. Y el tatuaje pornográfico en tu cara no se va a ir tampoco.

—Son dos círculos mal dibujados —corrigió, tensa.

El asunto del dibujo en su mejilla no la ponía muy contenta, por lo que veía. Y no era para menos.

—Nada más que dos círculos, seguro —concedí, tratando de no mirarla demasiado—. Solo voy a dejar un par de cosas en claro, antes de empezar: No pienso pedir ningún deseo. Voy a ayudarte de la forma que sé, por medio de mis consejos.

—Estamos perdidos —ironizó Santiago.

Con novios así, para qué quiero enemigos.

—Y el sabio de la montaña, aquí a mi lado, nos dará la solución o cerrará la bocota.

—El carro, Elisa.

Fae y yo tratamos de hacer un recuento de los daños, pero nuestro compañero en la desgracia no nos dejaba concentrarnos.

—Segundo, y más importante —continué—: me dirás todo lo que deba saber para deshacer esta maldición. Vamos, empecemos.

—Mira el carro, te digo...

—Ese es el problema —lloriqueó el hada—. No tengo idea de porqué el Dibujante me maldijo. ¡Sus palabras fueron tan crueles!

—¿Qué te dijo? —pregunté, justo cuando nos empujaron a ambas fuera del camino—. Ah, Santiago, mira que eres bruto. No me interrumpas.

—¡No me escuchas, Elisa! Mira eso, tenemos que huir de aquí.

Era cierto, un carruaje enorme venía hacia nosotros. La escena hubiese sido encantadora, de no ser porque íbamos muy mal vestidos para el estándar de decencia de esa época. Y eso hasta yo lo sabía.

—¡Ya es tarde, los tenemos encima!

—No se preocupen —intervino Fae—, todavía puedo encantar los ojos de los demás para que no nos vean.

Los caballos se detuvieron frente a nosotros. Nos mantuvimos quietos, en silencio, esperando que la horrible coincidencia pasara pronto. Los animales estaban muy adornados, lo mismo que el traje del sirviente que abrió la puerta y puso la escalerita para que alguien más bajara. Maldita suerte la nuestra, pensé.

El que acababa de salir era, definitivamente, un príncipe. No tenía nada que envidiarle a mi Santiago, con esos ojazos verdes y esos hombros anchos. Sentí la mano de mi editor tomar la mía, como si me leyera el pensamiento. Entonces el príncipe buenote se cruzó de brazos, aburrido, mientras uno de los que iba con él sacaba del carro un almohadoncito púrpura, con el zapato más hermoso que haya visto en mi vida. Brillante y transparente. Sin su compañero que formara el par.




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