Para un poco, Elisa

Sopló, sopló... y qué ojos tan grandes tenía

Aparecí en un lugar muy distinto al palacio esta vez. Sola. Y la anciana con la escoba, que me corrió por el comedor y la habitación de esa casa, no me dejó mucho tiempo para desesperarme.

—¡Shu! ¡Shu! ¡Fuera! —me decía, como si yo fuera un gato callejero.

Al fin pude encontrar mi camino hacia un patio lleno de gallinas y lodo, pero lejos del alcance de esa loca. Estaba en un claro, en medio de algún bosque. No dejé de correr, por si aquella mujer tenía forma de alcanzarme a pesar de su edad. Nunca se sabía, en esos cuentos. No tardé mucho en caer exhausta, con los pulmones a punto de salirse por mi boca.

Lo cierto es que no estoy en muy buena forma; tampoco me pidan mucho, si trabajo la mayor parte del día con el trasero en una silla. Esa es una buena palabra para mis lectores. Trasero. Ni siquiera parece que estuviera siendo maleducada. Otra sería culo. Culo en una silla. Eso suena más «elisesco». Pero no quiero desviarme demasiado: estaba sola, en un bosque y sin posibilidades de pedir ayuda. Iba a largarme a llorar por mi felicidad perdida, cuando apareció un perro gigantesco en dos patas frente a mí.

—¿Qué es esa cara larga, en una joven tan bonita? —dijo, y no pude creer que lo estaba entendiendo.

Lo miré, maravillada. Estos cuentos eran de lo mejor.

—Lo siento, no es un buen día —respondí, limpiándome con un pañuelo que me dio, a saber de dónde lo habría sacado si no tenía ropa puesta—. No me haga caso. Siga camino, buen perro.

—Lo haré, voy apurado. Pero regáleme una sonrisa y dígame si no sabe de la casa de una abuelita que queda por aquí. Creo que ando un poco perdido.

Me guiñó un ojo y, en su sonrisa, vi que asomaban unos dientes feroces. Era una suerte que fuese un animal tan noble.

—Claro. Acabo de venir de ahí. Haga unos sesenta pasos o cien, como mucho, en esa dirección. Pero cuidado, que tiene un humor terrible y una escoba enorme.

—Gracias por el dato, lo tendré en cuenta —contestó—. Adiós y que todo mejore.

Lo vi marcharse y me admiré del pelaje tan oscuro y grueso que tenía. Parecía que en los cuentos todo era más extremo, más llamativo. De haber nacido en alguno, yo hubiera sido una heroína llena de virtudes. Decidí que me conformaría con la realidad, que también estaba muy bien. Si es que lograba recuperarla.

Justo en ese momento escuché la voz que más extrañaba.

—¡Elisa! —gritó mi editor, corriendo hacia mí hasta atraparme en sus brazos—. ¡Dios, estás bien! ¡Pensé que te había perdido!

—¡Santiago! Gracias por seguir aquí, conmigo —le dije, emocionada de verdad.

Y mis ojos lanzaron estrellitas, por culpa de la magia de los cuentos. No veía las horas de marcharme de allí. Fae también llegó a nuestro lado, con su dibujo porno en la mejilla cada vez más visible.

—Debemos estar atentos —advirtió, nerviosa—. Había un lobo por aquí, lo vimos mientras te buscábamos.

—Yo no encontré ningún... Oh. —Me interrumpí, cuando recordé al perro simpático y entendí por qué era tan grande—. Creo que lo mandé a la casa de la abuela, por allá.

La cara de mi novio se convirtió en un poema. Pero no de esos de amor, por supuesto.

—¿Que hiciste qué cosa?

De solo escucharlo y ver la indignación de Fae, yo también me enojé.

—Claro, porque arruinarle el romance a un pervertido está mal para la continuidad de los cuentos —protesté, con los brazos cruzados—. Y cuando un pobre animalito quiere hacer una travesura hay que ir y hacerle daño, ¿no?

Entonces, los dos debieron haber pensado que tenía algo de razón, aunque se pusieron pálidos y miraron al suelo.

—Es verdad, la continuidad de los cuentos —murmuró él.

—Igual llegará hasta ahí —dijo el hada de los dientes.

—Además, la casa de esa viejita estaba muy bien construida —expliqué, tratando de hacerlos sentirse mejor—. El lobo puede soplar por años, si quiere, que no la va a derribar.

—Esos eran cerditos, Elisa.

—Bueno, aunque sean cerdos pueden tener abuela también.

—No, esa era Caperucita.

«Todo el mundo tiene abuela» pensé. No veía la razón de tanto escándalo.

—Cuánta discriminación —me quejé—. Pobres cerdos.

Cerré el tema, porque no vi ningún chanchito, solamente gallinas en esa casa. A lo mejor la continuidad del cuento ya se había arruinado y esa abuela se convertía en la protagonista de algún otro cuento que yo desconocía o no quería recordar.

Caminamos siguiendo el sendero del bosque en sentido inverso a la casa de la abuelita, esperando encontrar de nuevo al Dibujante. Mientras tanto, averigüé la fórmula de la maldición que éste echó sobre Fae por error, la noche en que Cenicienta se fue con otro. Me reí tanto al escucharla, que me sentí mal por la pobre hada. Santiago le preguntó si no había probado asentando el culo que tenía en la cara sobre un cruce de caminos, echándose agua bendita o algo. Ella dijo que sí, pero que la maldición exigía que asentara en una silla ambos culos a la vez. El natural y el dibujado. Imaginé a unas cuantas vedettes liberándose de ese problema en segundos y me asaltó la carcajada de nuevo.




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