Necesitaba un corazón, literalmente.
Pero no uno cualquiera, sino uno que me permitiera seguir viviendo; que me permitiera disfrutar de ciertos placeres de la vida que se me fueron negados por mi condición. Lo más hermoso del ser humano es justamente eso, su corazón, y yo no me quejaba del mio porque a decir verdad era uno bondadoso, pero supongo que de tanto dar empieza a cansarse mandándome siempre al mismo lugar: a la emergencia de un hospital. Estaba fallando con más frecuencia y de no encontrar en unos meses donante alguno dejaría de latir y mi existencia habrá acabado.
Y dolía. Dolía saber que cualquier día, más temprano que tarde, desaparecería sin haber logrado algo en la vida. Sin haber conseguido a alguien a quien amar y que me amara, mucho menos formar una familia.
No iba a negarlo, tenía miedo, mucho.
Miocardiopatía vírica, a causa del cox-sackie virus B, fue el diagnóstico dado. Es una enfermedad que afecta al miocardio y los músculos cardíacos. Al ser el primer ataque de éste asintomático los síntomas no se pueden detectar hasta que la condición se intensifica. Por lo tanto cuando me hicieron los exámenes mi condición no era buena; luego llegaron los dolores en el pecho, dificultad para respirar, ritmos anormales y agrandamiento del corazón... En casos como estos se puede corregir dicha condición mediante una cirugía y eliminar las partes enfermas del corazón; pero ese no era mi caso, pues el mio ya no tenía reparación, la única opción era un trasplante. Por eso mi nombre estaba inscrito en una interminable lista para conseguir uno.
No recuerdo la fecha exacta en que la noticia de mi condición llegó. Lo que nunca podré olvidar es el rostro hinchado de mi madre producto de llorar tanto ese día y los posteriores; con todo eso ella aseguraba que iba a estar bien, que yo iba a vivir. No obstante, supongo a veces también lo ponía en duda al escucharla hablar con mi tío porque era injusto el hecho de que podía morir. Y al ver que poco a poco perdía sus esperanzas se iban también las mías.
<< Un hijo es quien debería darle el ultimo adiós a un padre, no lo contrario>> . Esas palabras son algo que nunca olvidaré, porque me hacía más consciente de su dolor. Y en cierta parte llegué a odiarme por hacerla sufrir, pero yo no tenía la culpa de eso.
En mi corta vida también había escuchado a personas decir que aquí se paga todo el daño que haces. Entonces me preguntaba qué había hecho para merecer esto, por supuesto no había obtenido respuesta de alguien, por lo tanto no me quedó de otra más que buscarla por mi misma: nada, no había hecho absolutamente nada malo, solo eran cosas de la vida.
Sentía impotencia de no poder hacer nada para cambiar la situación mas que esperar a que finalmente un corazón llegara para ser trasplantado a mi pecho, mas eso escapaba de mis manos y supongo también de la de los profesionales. Por eso las lágrimas venían de golpe al recordar que apenas tenía veintitrés años y una vida por delante que tal vez no llegaría a culminar siquiera la etapa adulta. Pero ¿qué se le iba a hacer? , estaba muriendo.
Aun así no podría decir que la vida era injusta, porque en ella también ha habido cosas buenas, no solo malas; cosas que atesorar como el hecho de contar con mi familia y con amigos que sé que sufrirán si algún día parto, no era que me agradara tal pensamiento, de hecho pensaba que estaba siendo egoísta, pero no iba a negar que me ponía feliz el mero hecho de haber sido querida; de saber que por lo menos mi paso por ella habría valido la pena; que había dejado huellas en alguien más; de saber que no estuve en este plano terrenal solo por existir.
Veo una bola de papel venir hacia mi. No me da tiempo de esquivarla cuando siento como da a parar de lleno en mi frente. Por lo menos era un pedazo de papel y no una piedra.
— Lo siento, pero ese teléfono ha estado sonando— Se disculpa Caroline.
Una rubia de hermosa cabellera, ojos verdes y cuerpo perfecto. Era con quien más me relacionaba en el trabajo.
Las únicas tres oficinas que se encontraban en el séptimo piso era la del presidente y vicepresidente de la compañía; luego estaba la que compartíamos ambas dado que yo era la secretaria del primero y ella la del segundo. Al principio no iba a negar que sentía cierto temor de compartir oficina con alguien mas, pero al conocerla tuve que agradecer al cielo porque de no estar ella presente moriría de aburrimiento. Los chismes que me daba del vicepresidente no eran bromas, mientras yo no tenia nada que contarle nunca por lo reservado que era George Hemmings en cuanto a su vida personal se tratara y en cuanto a los asuntos de trabajo estos eran tan aburridos como él.