Capítulo 10: Familia.
AIELET
“Deberías descansar Let” fue lo último que dijeron mis hermanos mayores enseguida de que mi progenitor declarara que mañana hablaríamos acerca de lo que sucedió en el mar y me explicarían quien fue la misteriosa persona que me rescató.
¿El problema? Era que habían transcurrido dos eternos y aburridos días en donde la mayor parte del tiempo procuraban mantenerme bajo observación por instrucciones estrictas del médico, dejándome confinada en mi habitación del inmenso hotel. Probablemente muchas personas estuvieran contentas en mi situación, no se fatigarían en salir por el almuerzo porque todo lo tienen a la mano, sin embargo; aquel no era mi caso. Me encontraba frustrada, enojada y de un mal humor constantemente por no poder admirar el hermoso paisaje fuera de las cuatro paredes de esta lujosa prisión.
Era un alma libre, que disfruta de salir a correr en las tardes por las calles cercanas a su vecindario al ritmo de la canción en reproducción actual o gozaba de la frescura y tranquilidad proporcionada por el hecho de estar sumergida en el agua, simplemente era yo. Pero… ¿Qué pasa cuando no puedes salir a hacer todas las actividades que quisieras por culpa de una mala decisión y un castigo?
ALEJANDRO
—¿Crees que realmente haya sido un accidente? —me preguntó Marcus, uno de los chicos que trabaja para el hotel específicamente en el área de Actividades Turísticas.
—¿Honestamente? —pregunté.
—Sí —afirmó, moviendo la cabeza de arriba hacia abajo deseoso de conocer la respuesta.
Solté un suspiro, preparándome para lo que le revelaría —. Al parecer sí. Todas las evidencias nos llevan a pensar en aquella posibilidad. El tanque de oxígeno estaba ligeramente aplastado y lleno de raspones, la válvula se encontraba torcida; probablemente por la presión ejercida entre su cuerpo y la roca.
—Entonces ella realmente puedo haber…
—Muerto —completé por él su oración, sumiéndonos en un profundo silencio que no tenía la más mínima intención por romper.
AIELET.
—Deberías dejar de refunfuñar Aielet, no todos los hijos reciben cuidado por parte de sus padres —dijo mi madre en tono exasperado. Probablemente cansada de mis “berrinches de niña mimada.”
—No se trata de eso mamá —protesté, mientras extendía ambos brazos señalando a mi alrededor—, sino de cómo están exagerando lo que sucedió hace dos días.
—No es exageración Aielet. Se trata de cuidados. Hace dos días… —tragó grueso, procurando controlar su tono de voz— casi vi morir a mi única hija mujer. ¿Puedes entender cómo nos sentimos todos cuando te vimos acostada en ese asiento de la lancha mientras te daban RCP?
Guardé silencio, porque tenía razón. Porque cada que recordaba el accidente solía llevarme una mano al corazón para asegurarme que estaba ahí, latiendo, recuperando su vitalidad.
Después de varios minutos tuve el valor de volver a hablarle. —Lo entiendo mamá, pero no pueden simplemente encerrarme en una prisión para que mi vida no vuelva a correr riesgos.
—Tal vez no para siempre —dijo al mismo tiempo que se giró, dándome la espalda y caminando hacia el balcón con el que contaba mi alcoba—. Pero te protegeremos de cualquier daño hasta donde se nos sea posible.
>>No olvides que antes de salir a cualquier lugar debes llevar tu botella de agua Bob.
>>No lo haré Arenita.
—No puedo creer que hayan pasado años y seguimos viendo las mismas caricaturas bobas de nuestra infancia
—Habla por ti hermanito –dije mientras agarraba una bolita de queso del cuenco en donde Valentino había vaciado nuestros snacks favoritos para pasar el rato viendo un programa en la televisión de mi habitación.
—Auch —expresó dramáticamente a la par que se llevaba una mano al corazón como si hubiera recibido un gran ataque al corazón.
—Sabes que es verdad —argumente encogiéndome de hombros mientras tomaba una nueva bolita.
—Si lo fuera no estaríamos viendo Bob Esponja un viernes por la noche en Los Cabos San Lucas —intentó esperar Vale.
—Conoces perfectamente al igual que es lo único que pode… puedo —me corregí— hacer.
Pasaron minutos en donde el único sonido que llenaba el silencio que habíamos creado era el diálogo que mantenían Arenita Mejilla y Bob Esponja acerca de quien llegaría más rápido al restaurante de un tal Don Cangrejo.
—Let…
Entendía el rumbo que pretendía alcanzar con esas tres letras, así que me adelanté a él. —Créeme que entiendo el motivo de todo esto Valentino. Pero… no lo apruebo, me protegen como si fuera una muñeca de porcelana que en algún momento fuera a romperse —procuré verlo a los ojos mientras soltaba la última parte de mi discurso—. Y quién mejor que tú entiende del material inquebrantable que forjó mi carácter y estilo de vida hace un año.
La nostalgia y los malos recuerdos del pasado hicieron acto de presencia en los ojos de mi hermano mayor; pues su característico brillo juguetón desapareció por un segundo en donde una media sonrisa se manifestó en su rostro antes de decir con melancolía —. A veces olvido que eres demasiado madura para tu edad.
Enarqué una ceja ante sus palabras como si sus palabras me hubieran tomado desprevenida. —Pensé que era más madura que tú y Edwin.
—No demasiado —el sonido de la voz del susodicho nos hizo torcer la cabeza hacia el único medio de acceso a mi cuarto.
Llevando una mano a mi agotado y asustado corazón le reclamé molesta —. No puedes ir por ahí en la vida asustando a las personas Edwin Rodríguez Flores.
Se recargó contra el marco de la puerta de manera desenfadada cruzando ambos brazos sobre su pecho —Tienes razón hermanita, pero… sino lo hago yo. ¿Quién lo hará?
Bufé imitando su postura excepto porque me recargué en la pared que tenía atrás.
—¿A qué vienes Ed? —quiso saber Tino.
—He estado hablando con mamá y papá respecto a... Lo sucedido y los convencí de levantarle su sanción a Let. Así que, Aielet mañana al alba eres libre de tu pena —dijo mirándome fijamente como un juez de un tribunal haría.
En cuanto mi cerebro proceso sus palabras salí de mi cama y corrí hacia él, envolviendo ambos brazos a su alrededor mientras repetía infinidad de veces un agradecido gracias.
Tres días y había olvidado el placer que proporciona el impacto de la brisa marina sobre la piel en la mañana, o la sensación de vitalidad al correr sin rumbo ni dirección fija. Era parecido al sentimiento que te embargaba el perder y encontrarte como ser humano. Por eso; nunca dejaría de cansarme de esto. Haciendo que esa fuera una de las razones que me motivo a seguir practicando la actividad física que llenaba mi vida por completo.
—¡CON CUIDADO! —el fuerte grito de una voz desconocida me sacó de mi nube de pensamientos reconfortante provocando que frenara de golpe sin atreverme a abrir los ojos para no repetir el mismo error de hace unos días cuando un chico de ojos degradados de color miel a café pronunció las mismas palabras.
—¡Caramba! —exclamé jadeante, mientras llevaba ambas manos hacia el frente e intentar que la caída que se avecinaba fuera menos dolorosa. Aunque no tuve demasiado éxito, porque en mis rodillas y manos sentí el ardor y el golpe del pavimento impactando contra mí blanca piel.
—Oh Dios mío. ¿Se encuentra bien señorita? —preguntó con preocupación una aterciopelada voz en algún lugar.
—Sí, creo que sí —afirmé gruñendo mientras despegaba ambas manos del pasillo para corredores con sumo cuidado.
—Déjeme ayudarla —no terminó de decir estás palabras cuando sentí el calor de un par de manos acomodadas a ambos lados de mi cintura que tiraron de mí hasta conseguir que me pusiera en pie.
—Muchas gracias —dije, intentando sonar lo más amable posible y cerrar mi boca para no decir cosas que pudieran herir a la chica, a quien no tenía el mínimo interés de observar.
—No tiene porque agradecer, es mi culpa. Permíteme llevarte hasta la enfermería del hotel —en cuanto dijo aquella última palabra giré mi cabeza rápidamente con la finalidad de verla a los ojos e implorarle que no hiciera aquello. Pero… sus maravillosos cristalinos ojos me dejaron sin palabras —. Por favor —imploró de nuevo, probablemente observando mi total desacuerdo .—Le prometo que no fue intencional.
Inhalé la mayor cantidad de aire posible para decirle a la chica que estaba perfectamente bien. Pero…. Una voz gruesa me detuvo mucho antes de pronunciar una sola letra.
—¡Hatshepsut!. ¿Qué estás haciendo ahora? —demandó saber aquella voz.
—Yo… este… verás hermanito —tartamudeó la pequeña chica de pronto, apartando sus hermosos ojos de mi rostro para reorientarlos hacia el chico que permanecía oculto tras mi espalda.
—¿Ahora que hiciste? —suspiró cansadamente.
—Te dije que nada. —espetó ella.
—¿Entonces porque actuabas con desesperación?
—Pues… porque… estaba ayudando a esta amable señorita porque se había caído —mintió
Al escuchar su verdad a medias volví mi vista completamente anonadada por la facilidad en las palabras fluyeron por su boca. Mientras aún seguía observándola con incredulidad no me percaté del sonido de unos zapatos chocando contra el pavimento hasta que unos un par de ojos color miel se aparecieron en mi campo de visión.
—¿Estás bien? —fue lo único que alcanzó a preguntar antes de que su hermana menor lo interrumpirá.
—Ahmed, ya te dije que ella está bien. Es más, estaba a punto de llevarla al hospital del hotel para que revisaran los raspones que pudieron haberse formado por el impacto de su cuerpo contra el concreto. ¿Verdad? —comentó al final, esperando que respaldará su palabra. Sin embargo, la silueta lejana y borrosa de Edwin me alentó a dar por terminada la conversación.
—Sí —respondí cortantemente—. Y agradezco demasiado su ayuda señorita, pero debo marcharme —me esforcé en seguirle su mentira con todas mis fuerzas, porque odiaba mentirle a las personas. Lo detestaba—. Muchas gracias.
Y dichas esas dos últimas palabras salí corriendo como nunca antes lo había hecho, porque después de todo no quería volver a estar encerrada en el hotel otros días más.