Pata de lana (el arte del placer impuro)

La entrevista

Pronto el sol tan agotado como yo mismo se fugaba por el oeste, concediendo paz y frescor a todas las criaturas bipedas, aladas, rastreras y talvez acuáticas. 

La cena era a las siete, como don Herman no llegaba caminé por la casa. 

—¿Se va a servir algo el señor? —. Pregunta una empleada uniformada. La mirada sería é importante. 

—Una limonada por favor. 

Mientras bebo mi refresco enciendo la televisión, un sistema de sonido alucinante. Entran las muchachas preocupándose por el bienestar de mi ojo. Conversan amablemente. Giovanna mira las noticias calladita. 

—Ya llegué chicas —. La voz de don Herman. Juraría que la más consentida es la última en recibirlo y no tan cordialmente como debiera ser. 

La cena fue liviana y amena, con charlas entremezcladas sobre el ganado, las cosechas, mis artículos en la prensa y el inflatable tiempo. Nadie comentó sobre mi ojo que ya había desinflamado bastante, aunque don Herman hizo un gesto de susto cuando me vio. 

En la sobremesa pregunté por Yhonny, con excepción del jefe de familia las chicas me respondieron que vive en la ciudad y solo vino por unos sacos de grano, después comentarios algo incoherentes sobre una discusión familiar provocando la salida de este del hogar paterno; me dio la impresión de que padre e hijo no se trataban desde ya algún tiempo. Don Herman comía callado. 

Estamos en la biblioteca, observo los estantes llenos de libros, parece que nadie se ocupa de ellos pues contemplo algunos tomos semi–apolillados, enciclopedias, novelas, libros técnicos... 

«Bueno amigo mío —dice el —, antes que nada deseo que sepas que no me estoy muriendo y que estoy más fuerte que un roble. Estás aquí porque no me olvide de vos y quisiera que realmente se sepa de mi y también que los lectores, perdón, tus lectores entiendan de una vez por todas que lo que se siembra se cosecha. Dejé de ser el mujeriego “Pata de lana” cuando me entere que me había acostado con mi propia hija sin saberlo, y lo que es peor, quedó preñada —pausa, sirve dos vasos de ron y bebemos, continua —, muy mal ¡Se puso feo el asunto!, ahora comencemos. 

Luego sonríe, enarca las cejas con una simpatía tranquilizadora y comenta que jamás le caería bien a nadie sino regalo primero una sonrisa sincera, y era verdad la sonrisa que el hombre esbozaba inspiraba confianza. 

Acompañado de una botella de ron y sus infaltables cigarros don Herman comenzó a desembuchar. 

Así comencé a aprender del maestro de la seducción. 

 

 

 

 

 

 

 




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