—¿Por qué no te lanzas al vacío? ¿tienes miedo? ¿no eres lo suficientemente fuerte? —me pregunta mientras se sienta. No tuve la necesidad de verlo porque ya sabía quién era.
—Porque aún amo. Y mi vida aún tiene sentido — respondo, aunque sé que pronto me rendiré y ya no sobreviré.
—No creo que aún quieras seguir viva — me sorprende diciendo.
—Te equivocas, tengo a muchas personas que amo y estoy segura de que me tienen un gran aprecio — replico molesta por su imprudencia y girando de manera brusca para verle la cara. Lo único que recuerdo de ese chico que alguna vez conocí era su voz, yo nunca pude recordar bien las caras de las personas, ni sus nombres. Por algo en mi niñez me convertí en antisocial, luego cuando cambié ya no me importaba, vi que no saber los nombres de las personas era algo grosero y maleducado. — ¿¡Tú?! — exclamo y sin pensarlo mi corazón da un salto.
Mira mi cara horrorizada y se ríe.
—¿Cómo es que tú eres él? — me mira con gracia, gesto diferente al tosco que vi esta mañana.
—¿sabes? esa cicatriz que tienes en la cien me ha hecho no olvidarte durante todos estos años. — sonríe — cuando te vi entrar por esa puerta me resultaste extrañamente familiar, claro que no te reconocí, pero pude vislumbrar en ti la cicatriz que adorna tu frente, aunque te hayas esmerado por ocultarlo, se notaba. No estuve seguro al principio, pero todo en mi mete comenzó a encajar. La hija menor rebelde que se escapó de su casa, “las herederas Nomdedeu descarriladas” como decía el titular del periódico. Ese día tu no estabas aquí, en este mismo lugar, recordando, simplemente estabas despidiéndote.
—“Las herederas descarriladas” — repito incompletamente — les debió haber dolido — susurro pensando en mis padres.
—¿perdón?
—No, nada…... ¿qué haces aquí?
—Yo vengo a aquí cada vez que estoy triste.— dice en un suspiro.
—Así que hoy estas triste — le afirmo
—Sí
—Es por tu mamá — le afirmo recordando el desayuno de esta mañana
—Sí — veo que no quiere hablar, así que guardo silencio bajando mi vista hacia mis pies desnudos.
Pasan minutos; horas no lo sé; pero ninguno de los dos hablamos. Nos quedamos callados hasta que vi que ya era muy tarde para mí, el ocaso ya se había asomado para la llegada de la fría noche.
Y al igual que aquella tarde me despedí de él, Carlos era su nombre y estando segura que este nombre ya no podría olvidar jamás me encamine recuperando mi seguridad.
Regresé a casa estando más tranquila, manejé por las calles con más calma. Mi enojo se había disipado, no entendía el porqué, pero estar en ese lugar me calmaba, o de repente era la persona que encontraba en ese lugar la que me calmaba. Regresé a casa pensando en todo lo que había sucedido hoy, lo que sucedió en la mañana. No tuve las suficientes agallas como para levantarme y defenderme frete a esa señora, yo simplemente tengo miedo, miedo a que un día se den cuenta de que no valgo lo suficiente como para ser su hija. Pienso que guardando eso, que ellos decidieron ocultar, me querrían, pero sé que no es así, y aun así sigo con lo mismo; fingiendo que mis papas tienen la razón y yo soy la mala, sigo guardándoles todos sus secretos pensando que un día ellos se darán cuenta y me dirán te quiero, pero no es así.
Bajo del auto dando las llaves a un empleado, que por lo que veo es nuevo o soy lo suficiente olvidadiza como para no recordar su cara, me quedo parada viendo como mi auto es llevado a la cochera, sin embrago algo llama mi atención, hay un hombre discutiendo con mi padre en la entrada
—¡exijo que me des lo que me corresponde! —grita el hombre en aparente estado de ebriedad.
—No te daré nada. Tú ya no formas parte de esta familia — responde mi papá de una manera tan calmada que es tan poco conocida para mí.
—¡Me casé con la perra de su hija para tener parte de su herencia no para cuidar a tres estúpidos niños! — esa voz, esa manera de referirse a las personas solo puede ser una persona.
El dueño de mis pesadillas es él. Elías es mi mayor pesadilla, el hombre que arruino mi vida, el que destruyó mi alma.
Ese hombre es un cínico, venir a pedir lo que le corresponde a mi hermana no es un acto de valentía, es un acto de idiotez. Cuando salía por las noches, siempre me iba a un sitio donde se practicaban peleas ilegales. Conocí a un hombre que nunca me dijo su nombre verdadero, pero que sí me enseñó a pelear. Lo que al principio comenzó por curiosidad a probar nuevas cosas y hacer cosas ilegales con la ilusión de que me presten atención y se den cuenta que existo, o poder defenderme, comenzó despertando en mí una especie de liberación, golpeaba hasta que mi mente procreaba imágenes de muerte. En todas esas imágenes aparecía Elías en el piso. Nunca tuve tanto odio a una persona como le tuve a él. Dicen que para pedir perdón se necesita humildad y para perdonar se necesita tener amor. Ni él tiene humildad, ni yo he recibido amor.