San Juan, 1968.La siesta aplastaba todo con un sol que parecía querer derretir las paredes. En un barrio de casas bajas y perros flacos, Margarita Di Tullio tenía apenas veinte años y ya había aprendido que en la vida no bastaba con ser buena. Había que ser dura. O peor aún: había que parecerlo. Sus amigas la miraban como a una estrella de cine con cuchillo en la cartera. Ella tenía algo. No solo belleza —esa mezcla de italiano y criollo que hipnotizaba— sino un fuego interior que ardía en los ojos. Donde otras veían carencias, ella veía oportunidades. Y donde muchos rogaban por trabajo, ella ya pensaba en cómo tomar lo que quería. Fue Oscar quien le enseñó a empuñar un arma. La primera vez fue con un revólver oxidado que él había escondido en una caja de herramientas. "La policía no protege a nadie", le dijo, mientras ella apuntaba al aire con manos temblorosas. "Si vas a vivir en este mundo, más vale que te respeten. Y el respeto entra por los ojos... y por la boca del cañón. "Margarita no tardó en aprender. Pronto empezó a acompañarlo en pequeños asaltos, primero a almacenes, luego a casas vacías. Entraban de noche, con medias en la cabeza y pasos de gato. Ella se enamoró del riesgo, de la adrenalina que estallaba en el pecho. Era una droga distinta: ni polvo ni pastilla, sino poder. Para 1970 ya habían dejado San Juan. Mar del Plata los recibió con mar bravo y promesas ambiguas. Allí, entre bares del puerto, hoteles de paso y calles con nombre de prócer, comenzaría su leyenda. Margarita no era más una piba con revólver: empezaba a ser Pepita la Pistolera. El apodo nació en una noche de verano, cuando un cliente borracho quiso sobrepasarse con una de las chicas del burdel improvisado en una pensión del barrio La Perla. Margarita lo sacó a empujones y, ante su amenaza, le apuntó con el arma frente a una decena de testigos.—Con la mía no te metés —le escupió, mientras el hombre retrocedía, blanco como el yeso—. Si te volvés a acercar, te dejo la lengua pegada a la nuca. Nadie dudó. Alguien murmuró entre dientes: "Esa es una pistolera", y el nombre quedó. Como si el destino lo hubiese tatuado en su frente. Pero en el aire del puerto ya se empezaba a mezclar el olor a pescado con el hedor de la muerte. A lo lejos, por la Ruta 88, otros ojos ya miraban a las chicas que caminaban por el costado del asfalto. Alguien acechaba. Alguien que aún no tenía nombre. Y Pepita, sin saberlo, estaba a punto de cruzarse con la sombra que definiría el resto de su vida.