Mar del Plata, 1975.La ciudad turística que todos conocían en verano tenía otra cara cuando caía el sol. Una red subterránea de luces rojas, música suave, cuerpos en venta y acuerdos susurrados en la oscuridad. Ahí fue donde Pepita encontró su reino. Empezó con una pieza alquilada en una pensión sobre la calle 12 de Octubre. Había pintado las paredes de rojo, colgado un espejo rajado y puesto un colchón sin respaldo. Las chicas llegaban por la tarde, algunas escapando de algo, otras buscando el pan. Margarita les abría la puerta con una mezcla de autoridad y ternura.—Acá no se les pega, no se las roba y no se las obliga —decía.—Pero si te hacés la viva, te vas sin dientes. La fama creció rápido. Pepita no era una proxeneta cualquiera. Tenía códigos. Las chicas la respetaban porque sabían que no las vendía por dos mangos. Y los clientes sabían que no podían pasarse de vivos, porque ella no era de las que llamaban a la policía. Ella resolvía. El negocio creció. Un barcito en el puerto, un departamento en la zona de Constitución, un garito disfrazado de whiskería en Batán. Cada lugar tenía su encanto, su decorado precario, su silencio cómplice. Pero todos respondían a ella. Para fines de los 70, Pepita ya no caminaba. Desfilaba. Con tacos altos, tapado de piel sintética, y una Colt en la cartera. Siempre lista. Porque el poder en Mar del Plata se medía en contactos, en sobres y en plomo. Y ella tenía los tres. Tenía también una lista de nombres. Políticos, comisarios, abogados, sindicalistas. Todos habían pasado por alguno de sus locales, todos tenían algo que esconder. Y Margarita lo sabía. Los anotaba en un cuaderno, con iniciales y fechas. No para extorsionar. Solo para recordar quién le debía favores... y quién podía traicionarla. En 1982, cuando volvió la democracia y la ciudad empezó a mostrarse más moderna, Pepita ya estaba enquistada en el tejido nocturno de Mar del Plata. Había sobrevivido a los milicos, a los traidores y a la competencia. Nadie tocaba sus burdeles. Nadie osaba meterse con ella. Pero con la gloria también llegaron los fantasmas. Algunas chicas desaparecieron sin dejar rastro. Una en el 81, otra en el 83. Pepita decía que se habían ido al sur, a probar suerte. Pero en el fondo, algo le decía que no era tan simple. Que había algo, o alguien, cazando por la noche. Y entonces, en abril de 1985, la ciudad se sacudió: tres prostitutas fueron halladas muertas en descampados cerca de la Ruta 88. Estranguladas. Torturadas. Descartadas como basura. Nadie habló en voz alta, pero todos miraron hacia los mismos lugares. Y Pepita supo que había llegado la hora de proteger lo que era suyo. A cualquier costo.