Abril de 1985. El otoño en Mar del Plata llegó con más frío que de costumbre. No era solo el clima. Era el miedo. La ciudad, acostumbrada al rumor y al chisme nocturno, despertó de golpe con una noticia que no podía ignorar. Tres mujeres —Luciana, La China y Mariela— fueron halladas muertas en distintos descampados, todas cerca de la Ruta 88. Prostitutas, las tres. Habían trabajado en la zona del puerto. Y las tres, en algún momento, habían pasado por uno de los lugares de Pepita. El primer cuerpo apareció un lunes, cerca de un silo abandonado. El segundo, dos días después, entre arbustos secos y botellas rotas. El tercero, una semana más tarde, en una zanja a la altura del kilómetro 12. Las tres presentaban signos de estrangulamiento, pero sin abuso sexual. No hubo robos. No hubo huellas. Solo un patrón: muertas con precisión quirúrgica, como si quien las hubiera matado quisiera enviar un mensaje, no satisfacer un impulso. Los diarios amarillistas titularon "El asesino de la ruta". Otros, con menos miedo, ya murmuraban un apodo más oscuro: "El Loco de la Ruta". Nadie sabía quién era. Algunos decían que era un camionero. Otros, un ex-policía. Otros, incluso, apuntaban más alto: a alguien del poder, protegido desde las sombras. En el puerto, el nombre de Pepita empezó a circular. No como sospechosa directa, sino como figura clave. ¿Por qué? Porque ella lo sabía todo. Sabía quién entraba, quién salía, quién pagaba por silencio y quién desaparecía cuando ya no era útil. Una noche, un periodista local —un tal Bustamante, joven, atrevido— se animó a entrevistarla.—¿Conocía a las chicas asesinadas? —preguntó, grabador en mano.—A todas —respondió Pepita, sin titubear.—¿Sospecha de alguien?—No soy policía. Pero si la cana quiere saber algo, que me pregunten a mí.—¿Y por qué cree que no lo hacen?—Porque algunos de los que deberían investigar están del otro lado del mostrador. El periodista nunca publicó la entrevista completa. A las dos semanas, renunció al diario y se fue de la ciudad. Algunos dicen que recibió amenazas. Otros, que alguien le pagó por su silencio. Lo cierto es que nunca más se supo de él. Mientras tanto, Pepita redobló la seguridad en sus lugares. Empezó a llevar una 9 milímetros además del revólver. Ya no confiaba en nadie. Empezó a notar autos sin patentes cerca de su casa, teléfonos que sonaban y cortaban, miradas que antes no estaban. Y entre las chicas, crecía un nuevo temor. No solo al cliente violento o al rati coimero. Era un miedo distinto. Algo que no tenía forma, ni cara, ni nombre. Algo que las acechaba desde el arcén de la ruta. Una noche, una de sus empleadas le confesó en voz baja:—Hay alguien que pasa en auto y mira. Siempre de noche. Nunca baja. Solo mira.—¿Y qué auto es?—Negro. Viejo. Creo que es un Falcon. Pepita no dijo nada. Pero esa noche no durmió. Porque si había algo que ella sabía mejor que nadie, era que los fantasmas más peligrosos no son los que ya están muertos...Sino los que matan sin dejar rastro.