Pepita La Pistolera y el Loco de la Ruta

El que silba en la ruta

No tenía nombre. O quizás sí. Pero hacía tiempo que lo había olvidado. Lo llamaban de muchas formas. En los bares, en la radio, en los pasillos oscuros del puerto. "El Loco de la Ruta", decían. Él prefería otro nombre. Uno que solo existía en su cabeza. El Silbador. Nadie lo sabía, pero cada crimen comenzaba con un silbido. Un tono agudo, breve, repetido tres veces. Como si llamara a alguien que no existía. Una canción que escuchó de chico en la radio, cuando su padre lo encerraba en el galpón por días. Esa melodía era su marca. Su aviso. Su placer. La noche del cuarto crimen, la niebla cubría la ruta como una sábana vieja. Él estacionó el Falcon negro en la banquina. Bajo el asiento, el alambre. Guantes de cuero. El yesquero del ejército. Todo en orden. La chica se subió sin preguntar. Teñía frío. Tenía hambre. Tenía miedo. Pero necesitaba la plata. Todas la necesitaban. El no hablaba. Solo manejaba. Tomó por un camino de tierra. Ella preguntó a dónde iban. Él silbó. Ella se rió, nerviosa.—¿Qué hacés? ¿Te creés galán? No respondió. Solo silbó otra vez. Más fuerte. Ella dejó de sonreír. La estranguló rápido. Sin gritar. Sin dolor. Era como cazar. Como un sacrificio. La dejó junto a un cartel oxidado que decía "Los Sauces". Y volvió a la ruta. Silbando. En la ciudad, lo ignoraban. Pasaba frente a los controles de Gendarmería y nadie lo paraba. Había aprendido a ser invisible. No olía a muerte. No tenía sangre en la ropa. Era un tipo más. Un hombre que sabía desaparecer. Pero él sí veía. Veía a los otros. Veía a Pepita. La había mirado muchas veces. De lejos. Sabía su rutina. Su voz. Su perfume. No la odiaba. Tampoco la admiraba. Solo la consideraba... una parte del paisaje. Como el faro. Como el mar. Como el silencio después de matar. Pero algo cambió. Una noche la escuchó hablar en la radio. Dijo que sabía cosas. Que si la tocaban, caían todos. "Todos. "La palabra le quedó girando en la cabeza como un mosquito. Esa noche, no mató. Esa noche, se quedó en el auto, frente a la casa de ella. Silbando. Porque tarde o temprano, todos hablaban de más. Y cuando eso pasaba, él los escuchaba. Y luego, los hacía callar.

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