POV Eimy
Dicen que la depresión y los suicidios a veces vienen disfrazados… a veces son invisibles, y otras… otras llegan como un simple mal corte de cabello. Algo mínimo, algo que no debería importar… pero que en realidad es el último suspiro antes de caer al abismo.
Mis pasos son lentos. Cada uno retumba como eco dentro de mi alma rota. La última vez que estuve aquí, fue para despedirme de ti… o al menos intentarlo, porque la verdad es que nunca fui capaz de dejarte ir del todo. Desde entonces, cargo con este sentimiento de culpa que me arrastra, este vacío que clama por ti, por mi mejor amigo, por mi confidente, por mi amor eterno… por mi esposo.
Camino por ese sendero de piedras que tantas veces recorrimos tomados de la mano, rodeados de árboles altos que tú tanto amabas, árboles que hoy parecen inclinarse en respeto. La naturaleza te hablaba, te calmaba… te entendía. Hoy, esa misma naturaleza me abraza mientras mis lágrimas caen sin cesar, pesadas, tibias… como si quisieran limpiar una herida imposible de sanar. Mi garganta arde, como si un incendio naciera en mi pecho, pidiéndome a gritos que diga lo que he callado tanto tiempo.
Miro mi mano izquierda. Ahí están nuestros anillos. El primero, plateado, con forma de corona de cinco puntas, pequeñas piedras brillantes y una lágrima en el centro… símbolo de todas nuestras promesas, aquellas que apenas alcanzamos a cumplir. Y junto a él, nuestro anillo de matrimonio, ese pacto sagrado que hicimos ante Dios, ante la vida… jurándonos amor eterno.
Y aquí estoy… cuatro años después, parada frente a tu hogar eterno. Frente a la piedra fría que guarda tu nombre. Frente al lugar donde parte de mi corazón quedó enterrado contigo. En mi mano derecha, sostengo un ramo de girasoles… esas flores que me enseñaste a amar con tus detalles, tus risas, tus sorpresas. Cada pétalo lleva un recuerdo, cada tallo es una historia, cada aroma me susurra tu voz.
Me arrodillo. No puedo sostenerme más. Mis piernas ceden ante la fuerza de la pena. Coloco mi mano izquierda en mi boca, intentando ahogar el sollozo que brota como un lamento ancestral. Mis ojos se posan en la inscripción que tanto dolor me causó elegir:
Jonathan Christofer Meyer Müller
Amado hijo, hermano, amigo, esposo y padre
1990 - 2018
Y de pronto, vuelve todo. El día en que grabamos esas palabras. Tu madre llorando al saber que sería abuela, en medio de una pérdida tan cruel. Tú debiste ser el primero en saberlo, tú debiste tomar mi mano cuando el miedo me paralizaba. Tú debiste estar aquí, a mi lado, viendo crecer a nuestros hijos. Pero no fue así. Me dejaste sola. Me dejaste una parte de ti… pero también te llevaste la mejor parte de mí.
No lo supero. No quiero. No puedo. Te necesito conmigo. Quiero que conozcas a Javier y Emily, que los abraces, que los veas correr, reír, pelear, soñar. Quiero verte ser papá, como tantas veces lo imaginamos. Pero no estás. Y con tu ausencia se fue la Eimy que creía en los finales felices.
—Mi amor —susurro al viento, esperando que me oigas desde donde estés—, quiero pedirte perdón. Perdón por no haber venido antes. No era por ti… era por mí. No podía ver tu nueva casa. No podía aceptarlo. Pero hoy estoy aquí, mirándote a través de esta piedra, sintiéndote a través de la brisa.
Miro al cielo. Mi voz tiembla.
—Sin ti… me caigo. Cada día un poco más. Me levanto por ellos, por Javier y Emily. Si no fuera por ellos, estaría allá contigo, en paz… pero ausente. Ellos me salvan todos los días, aunque aún no lo sepan.
Acaricio tu lápida, como si fuera tu rostro. Mis dedos tiemblan sobre la piedra fría, deseando el calor de tu mejilla.
—Te has ido para siempre de este mundo, pero tu voz… tu risa… siguen resonando en mi mente. Siento que en cualquier momento cruzarás esa curva del sendero, con tu sonrisa de lado y esa mirada que todo lo calmaba.
Guardo cada recuerdo como un tesoro. Porque mantenerte vivo es mi forma de seguir. Porque nuestros hijos merecen conocer al hombre maravilloso que fue su padre.
—Aunque te hayas ido, nadie podrá llenar el vacío que dejaste en mí. Si tuviera otra vida, te volvería a elegir. Gracias por tanto amor, por haberme hecho tan feliz, por enseñarme a amar sin miedo. Espero que te hayas convertido en mi ángel… mi guardián.
Respiro hondo.
—Ver a tu familia me cuesta. Ver a tu hermano… es como verte a ti, pero sin ese lunar en la mejilla derecha, sin esa risa traviesa. Aún no puedo. Aún no me siento capaz.
La casa está igual. Llena de fotos tuyas, nuestras, de los niños. Javier es tu retrato, tan serio, tan protector, con tus mismos celos infantiles que me hacían reír. Emily… Dios, Emily es una versión mía con tus ojos. Traviesa, encantadora, un torbellino de luz. Te habrías enamorado de ella con solo verla.
Tu amigo Ignacio me ha ayudado mucho. Es mi enlace con lo que fuiste, con lo que fuimos. No he podido ver a tu familia desde que nacieron los mellizos. Si los veo… temo quebrarme, perderme otra vez.
Y entonces la veo. Una mariposa morpho azul revolotea entre los girasoles. Esa mariposa que me prometiste ser si algún día te ibas. Esa señal silenciosa que solo tú y yo entendemos. Nuestros hijos la persiguen sin saber por qué sonrío… y lloro.
—Mi Jota… mi amor. Prometo volver a ser esa mujer fuerte, luchadora, la que conquistaste. Prometo volver pronto… pero esta vez con ellos, con nuestros hijos. Quiero que te conozcan, que te amen, que te sientan.
Le doy un beso a tu lápida. Es frío, pero lo siento cálido, porque es lo más cerca que puedo estar de ti.
Me levanto del pasto húmedo. El corazón me pesa, los ojos me arden… pero doy un paso. Luego otro. Camino por ese mismo sendero que me trajo, solo que ahora… siento la brisa rozar mi mejilla, como esas caricias tuyas, suaves, sinceras, eternas.