Pequeño claro de luna

Where you are always

Abril, 2023 – Dinamarca

Nunca pensé que me temblarían tanto las manos por tocar un timbre.

Estoy frente a la misma casa donde Jonathan me besó por primera vez, donde solíamos ver películas abrazados en el sillón viejo del living, donde reíamos a carcajadas comiendo completos y donde, años después, planeamos la vida que nunca alcanzamos a vivir.

Ahora estoy aquí. Con mis hijos. Nuestros hijos.

Emily está parada a mi lado, curiosa, su pelo rebelde peinado en dos trenzas y sus ojos café mirando todo con la misma intensidad que tú lo hacías.

Javier, más callado, más atento, aprieta mi mano como si intuyera que necesito fuerza. Tiene tu mismo ceño fruncido cuando algo le incomoda.

—¿Y si no nos quieren, mamá? —pregunta en un susurro Javier.

—Nos querrán —le digo con la voz firme, aunque mi pecho es una tormenta.

—¿Y si no nos reconocen? —dice Emily, apretando una flor que arrancó del jardín.

—Entonces les mostraremos quiénes somos —respondo, sonriendo con lágrimas contenidas.

Respiro hondo. Me obligo a tocar el timbre.

Un timbre. Solo eso. Pero detrás de esa simple acción hay cuatro años de distancia, de silencio, de dolor acumulado. Y también una esperanza.

Quiero creer que me recibirán. Quiero creer que aún somos familia, aunque la muerte nos haya separado.

Abre la puerta ella: la madre de Jonathan.

Tiene el cabello más canoso, la espalda un poco encorvada… pero esos ojos siguen siendo los mismos.

Sus ojos se clavan en los míos. Hay sorpresa. Duda. Dolor. Y, por fin… reconocimiento.

—Hola, Elvira —logro decir, con la voz temblorosa—. Te traje a tus nietos.

Por un segundo eterno, nadie dice nada. Solo se oye el canto de unos zorzales en el árbol del patio y el sonido lejano de una olla hirviendo.

Y entonces, Elvira se cubre la boca. Su cuerpo tiembla. Llora sin poder evitarlo.

—Eimy… —murmura—. Mi niña… estás aquí…

Su mirada baja hacia los niños. Y algo en ella se rompe, pero no en pedazos… se rompe para soltar, para sanar.

Se arrodilla lentamente, y abre los brazos.

—¿Me dan un abrazo? —pregunta con voz rota.

Emily es la primera en correr hacia ella.

—¿Usted es la mamá de mi papá?

—Sí, mi amor —responde mientras la envuelve entre sus brazos.

—Entonces eres mi abuelita.

Javier tarda un poco más, pero termina abrazándola desde un costado, con esa timidez que tenía tu hermano cuando era niño.

Elvira llora en silencio. Yo también. Y por primera vez en años… no duele tanto.

Entramos a la casa.

Todo está igual y, sin embargo, todo ha cambiado. Las fotos siguen ahí, pero ahora hay espacio para dos nuevos retratos. En la repisa del living hay una vela encendida y una mariposa de papel azul. Mis piernas flaquean. Ignacio —tu mejor amigo, ahora convertido en mi hermano del alma— aparece desde la cocina.

—Sabía que vendrías algún día —dice sonriendo con esa mirada triste de quien también carga pérdidas—. Jota no se equivoca nunca.

Ignacio se acerca y me abraza fuerte, de esos abrazos que te sostienen.

—Bienvenida a casa, Eimy.

—No sé si merezco estar aquí… —digo bajito.

—Tú eres parte de esto —interrumpe Cris, tu hermano, entrando por la puerta trasera—. Siempre lo fuiste.

Nos miramos. Y lloramos.

Los niños corren por el pasillo donde tú jugabas cuando eras pequeño.

Emily descubre tu guitarra y se sienta a tocar una cuerda. Javier pregunta si puede subir al altillo.

Nadie necesita explicar nada. Ellos saben que este lugar les pertenece.

Al rato, mientras la abuela les sirve leche con chocolate y pan con manjar —tu favorito—, me acerco al rincón donde está tu urna, tu foto, tus cosas.

Me siento frente a ti, como cada noche, solo que esta vez… no estoy sola.

—Cumplí mi promesa, mi amor —susurro.

—Están aquí. Nos abrazaron. Te sienten. Te lloran. Y también te ríen. Porque tú sigues aquí… con nosotros.

Y en ese instante, justo cuando el atardecer entra por la ventana, una mariposa azul cruza la sala.

Emily la sigue con los ojos brillantes.

—Mira, mamá… ¡papá vino!

Yo sonrío.

Y por primera vez en años… siento que mi alma respira.




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