Jackson Russell
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Me sentí más aliviado al ver a Isabella llegar. Tuvimos una noche agitada y detestaba con toda mi alma que se tuviera que ir de mi lado.
Este fin de semana me la llevo, porque me la llevo.
Pensé que eso que teniamos podría afectar algo aquí en la empresa, pero al parecer me equivoqué.
Isabella tenía veinte años, y ya llevaba un año siendo mi secretaria principal. Me atrevo a decir que, sin ella, la mitad de lo que ocurre en Russell Corporation no sería posible. Y claro, todo eso tenía que ver conmigo, siempre lo tenía. Porque fui yo quien la contrató, fui yo quien la moldeó. Cuando comenzó, era solo otra joven recién graduada con grandes sueños y muchas ganas de aprender, algo que podría haber explotado más si no hubiera estado tan ocupado con mis propios objetivos. Pero ahora... ahora era impecable. Cada detalle de mi agenda, cada movimiento en la empresa, todo pasaba por ella antes de llegar a mí. La entrené bien.
Isabella sabía exactamente cómo me gustaban las cosas. Y aunque intentara ocultarlo, yo sabía que se sentía orgullosa de eso, de su evolución. De en lo que se había convertido. Una profesional excepcional, meticulosa, pero con ese toque personal que la hacía indispensable. Y si fuéramos honestos, nunca renunciaría a ella. Ni hoy, ni mañana, ni nunca.
Por supuesto, esa evolución también tenía que ver con el ambiente en el que trabajaba. Mi creación. Mi imperio. La gigante de la tecnología en Nueva York, tal vez en toda América. Una empresa que había construido desde cero, con sudor, estrategia y, claro, mucha inteligencia. Nos especializamos en telecomunicaciones y redes móviles, desarrollando infraestructura para servicios 5G y sistemas de internet de alta velocidad. Nuestros clientes iban desde grandes corporaciones hasta gobiernos, y nuestro impacto se sentía en cada rincón del país.
Era gracioso cómo todos pensaban que llegar hasta aquí siendo hijo de una mujer de dudosa reputación era pura suerte, pero en realidad fueron años de dedicación insana, noches sin dormir, decisiones que pocos se atreverían a tomar. Y yo... bueno, yo era el corazón frío de todo esto. El cerebro que mantenía todo en funcionamiento.
Sí, soy narcisista. Sí, soy exigente. Pero nadie podía negar los resultados. Y, sí, Isabella Davis formaba parte de esos resultados. No era solo eficiente. Era eficiente a mi manera, porque fui yo quien la transformó en eso.
El dispositivo en mi oreja vibra y presiono para escuchar la voz que me informa.
— Señor, acabo de dejar las flores en el escritorio de la señorita —dice uno de los agentes de seguridad que le tengo asignado a mi secretaria sin que ella se dé cuenta.
— ¿Alguien se acercó a ella? —pregunto, mataré a quien se atreva a siquiera mirarla.
— No, jefe, nadie se acerca a ella —me asegura—. La última persona que trató de hacerlo, de seguro ahora mismo se está arrepintiendo.
Meses atrás un idiota de finanzas intentó acercársele, dándole regalos e invitándola a citas, parecía que no les quedaba claro a esas ratas que esa mujer es mía desde el momento que la desvirgué hasta el final de sus días.
La veo entrar y sentarse en su escritorio, me muestra una sonrisa a través del vidrio. Me quedo neutral y la veo irse a la cocina privada, seguro va por mi café.
— Señor Russell, aquí está su café —me dice entrando a la oficina, deja la taza en el centro del escritorio, tal como me gusta, sonríe y se da la vuelta para irse.
— ¿Qué se te está olvidando? —la detengo y escucho su risita.
— No se me olvida nada, señor presidente —toma el pomo de la puerta, provocándome.
Me resulta curioso cómo, a lo largo de los meses, ella ha desarrollado la habilidad de replicarme, de provocarme, como si estuviéramos en una eterna danza de poder. Me divertía eso. Pocas personas se atrevían a desafiarme, y ella... bueno, ella no solo me desafiaba, parecía disfrutarlo. Lo gracioso era que, en el fondo, se había vuelto extremadamente cálida para mí.
Quizás eso era lo que más me fascinaba de ella, su lealtad. Eso y su cuerpo, al que me he vuelto adicto.
— Isabella, ven y siéntate en mis piernas —le ordeno, y me aflojo la corbata. No entiendo este estúpido deseo de empezar mi día con sus labios pegados a los míos.
Tengo treinta años, he tenido más mujeres de las que cualquiera puede contar, pero la necesidad de ella es otra cosa, me puede mas de lo que quiero o acepto.
— Estoy ocupada, muchos pendientes —asegura, y en un segundo estoy a su lado, pegando su cuerpo al mío.
— Mujer terca, dale los buenos días a tu presidente como se merece —me da rabia la urgencia en mi voz.
Ella sonríe, esa sonrisa que amenaza con volverme un buen hombre, con sacar la oscuridad en mí. Sacudo la cabeza y me aferro a sus labios, como si fueran agua de vida.
La beso de forma salvaje y luego suave, anclándome de sus caderas. Es solo mi asistente, en algún momento este deseo menguará y todo quedará como antes. Esto solo ha sido un desliz —un momento de debilidad, tal vez—, no podía permitir que eso interfiriera en nuestra dinámica profesional. Yo no mezclo las cosas. Nunca lo he hecho, y no sería ahora cuando empezaría.
Isabella era esencial, y cualquier complicación entre nosotros podría perjudicar todo lo que hemos construido juntos. Todo lo que yo moldeé. Ese era mi narcisismo hablando de nuevo, necesitaba controlarlo... o tal vez no.
Suelto sus labios que me dejan más hambriento, y el fin de semana se ve tan lejano. La enviaré con una ginecóloga, necesito otro tipo de protección. Ya no deseo la barrera del condón entre nosotros. Anhelo ese piel con piel.
(...)
Entré a la lujosa cafetería de Russell Corporation con Matt Miller a mi lado, hablando de los contratos más recientes. El aroma del café recién hecho y la comida gourmet llenaba el aire, pero mi atención estaba en otra cosa, en alguien más. Isabella. La vi sirviéndose comida en la barra, tan tranquila, tan ajena a mi presencia, sonriendo como si no tuviera idea de lo que causaba en mí. Pero lo peor no era eso. Lo peor era que después de tomar su bandeja, fue directo a una mesa… junto a un empleado nuevo.