Jackson Russell
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Me ajusté la ropa después de estar con Isabella. Cada vez que la tenía cerca, me sentía en control, como si el mundo fuera exactamente como debía ser. Pero ese control se desvaneció en cuanto mi abuelo irrumpió en la oficina.
Bennedic Russell, dueño y fundador del conglomerado que llevaba nuestro apellido, me miraba con esos ojos penetrantes que parecían ver a través de mí. Aunque trataba de mantener mi compostura, sabía que su aparición no era una simple visita familiar. Venía con una misión: sermonearme, otra vez.
— ¿Qué quieres ahora, abuelo? —lo increpé mientras me sentaba en mi escritorio, intentando sonar casual, pero la irritación era evidente en mi voz.
Con su postura erguida y esa presencia imponente que siempre lo había caracterizado, caminó lentamente hasta la silla frente a mí y se sentó. No había ni rastro del magnate feroz que dirigía el conglomerado, sino un hombre mayor que me miraba con algo que, por desgracia, reconocí demasiado bien: decepción.
Me observó en silencio, como si estuviera evaluando cuánto más podía hundirme antes de tomar la palabra.
— Sigues desperdiciando tu vida, Jack. Mujeres, alcohol... —su tono era firme, ligado a un dejo de tristeza en sus palabras.
— También he creado todo esto —lo interrumpí bruscamente, señalando el lujo a nuestro alrededor—. Tú solo ves mis malditos errores, pero no ves lo que he logrado. Este lugar, esta empresa, también es mía.
La rabia me ardía en el pecho. Siempre era lo mismo. No importaba cuánto trabajara, cuánto lograra, para él solo era otro Russell más, destinado a seguir el mismo camino que mi padre. Y lo peor es que yo sabía lo que estaba pensando.
Sacudió la cabeza, como si hubiera esperado mi reacción.
— Veo tus virtudes también, hijo. Eres brillante, igual que tu padre. Pero a mí no me importa el dinero, ni las empresas. Me importa el carácter de un hombre, y tú… cada día más te hundes en el mismo barco que se hundió tu padre.
Esa última frase me golpeó como un martillo. Mi padre. Siempre mi padre. Ese hombre que arruinó todo. Sabía que la conversación inevitablemente llegaría ahí, pero a pesar de los años, no estaba preparado para escuchar su nombre.
— Mi padre se hundió porque una zorra le destrozó la vida —respondí con frialdad, apretando los puños. El recuerdo de él y su caída era como veneno en mis venas.
Mi madre había sido la causa de todo, y siempre lo supe.
El abuelo me miró fijamente, sin decir nada por un momento. Podía ver que intentaba encontrar las palabras adecuadas, pero sabía que él veía todo esto desde un ángulo distinto. Un ángulo que nunca entendería.
— La vida le presentó a tu padre sus retos, pero lo que lo destruyó no fue una mujer, Jack. Fue su incapacidad para lidiar con lo que pasaba en su interior —respondió en ese tono pausado que siempre me sacaba de quicio—. Y ahora te veo a ti, y veo los mismos fantasmas rondándote.
La furia subió a mi pecho. Era como si todo lo que me había prometido nunca repetir en mi vida estuviera saliendo a la luz en esa maldita conversación. Me levanté y caminé alrededor del escritorio, intentando calmarme, pero las palabras de mi abuelo solo me enfurecían más.
— No me compares con él. ¡No soy como mi padre!
— No estoy diciendo que lo seas, obvio no lo eres ahora pero...
— ¡Pero nada! —le doy la espalda, asqueado con todo aquello.
En cierto modo era el mismo reflejo de mi padre, pero no era como él.
— ¿Y sigues yendo a las terapias? —preguntó, con un dejo de preocupación a mis espaldas.
Rodé los ojos, exasperado.
— Hace años que dejé eso atrás. Ya estoy bien. No necesito terapia, abuelo. No soy un niño roto —le respondí con dureza, aunque sabía que esas sesiones habían sido mi única escapatoria en su momento.
El silencio se hizo pesado. Me volteo nuevamente hacia él, Bennedic entrecerró los ojos, sabiendo que yo no estaba siendo del todo sincero. Lo que siguió fue peor, mucho peor.
— Dime al menos que estás tratando bien a esa muchacha, Jack —preguntó, refiriéndose claramente a Isabella, aunque sin decir su nombre.
Esa pregunta me provocó una sonrisa irónica.
— En la cama la trato muy bien, si esa es tu pregunta —respondí con arrogancia, intentando desviar la conversación a algo que me hiciera sentir en control.
Mi abuelo sacudió la cabeza lentamente, su expresión se tornó amarga.
— Algún día, la vida te golpeará de una forma tan dolorosa que llorarás lágrimas de sangre, Jack —dijo con voz grave—. Uno no puede ir por la vida creyéndose dueño de todo. Eventualmente, te darás cuenta de que no tienes tanto poder como crees.
Sus palabras me hirieron más de lo que quería admitir, pero no se lo iba a mostrar. No podía darle la satisfacción de saber que me había afectado. Me senté de golpe, irritado, incapaz de quedarme escuchando más de sus malditos sermones.
— La vida ya me golpeó desde niño, abuelo. No creo que me pase algo peor que la miserable infancia que tuve —le espeté, sin poder controlar la rabia que bullía en mi interior.
— Hijo mío, solo quiero lo mejor para ti.
— Deja de venir aquí con tus discursos de moral. Cuando te necesitaba, no estuviste. Te importaban más los millones en tu cuenta que tu nieto.
Se quedó callado, bajando la cabeza, porque sabía que tenía razón. Él no estuvo, ni estuvo mi abuela, cuando me golpeaban, ni cuando los gritos de mis padres me dejaban noches sin dormir, no estuvo cuando la encontré a ella...
— No me reclames nada. Nadie estuvo para mí cuando más necesité ayuda. Ahora es tarde. Voy a vivir mi vida como me plazca.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Mi abuelo no dijo nada de inmediato. Sus ojos, por un momento, reflejaron algo que no pude descifrar del todo. Tal vez decepción. Tal vez tristeza. O tal vez, lo que me aterraba más, aceptación de que yo ya era un caso perdido.