La besó en los labios, como todos los días antes de partir para el trabajo, sin mucha emoción.
- Me voy, nos vemos en la tarde – dijo después y cerró la puerta con fuerza.
Ella se aseguró de su partida, revisó la cartera, retocó el maquillaje y siguió los pasos de su esposo.
Pensó, en el camino, con cierta tristeza, que podría recitar, de memoria, su itinerario. Cada día se levantaba a las seis de la mañana, hacía el desayuno, se dirigía a la oficina, realizaba las labores del hogar, hasta que, invariablemente, a las once de la noche, se acostaba. Al día siguiente lo mismo y así sucesivamente.
Muchas veces pensó hablar, del tema, con su esposo, decirle que la rutina diaria había consumido la relación que, en la actualidad, solo eran dos autómatas que no se permitían variantes en sus vidas. Estaban cansados e invadidos por el tedio. Quería exponerle que el fuego del amor se había apagado, dando paso a la costumbre pero, por extraño que suene, él parecía tan cómodo interpretando aquel papel que ella desechaba la idea antes de materializarla.
El joven nunca había emitido una queja, ni un reproche, incluso en los momentos de máximo hastío siempre se había visto sereno, por eso, a ella, la resignación la mantenía dentro de un matrimonio aburrido y rutinario.
Sin embargo la fémina deseaba y necesitaba consumirse por el fuego de la pasión, quería vibrar de la emoción, sentirse deseada, por eso, particularmente aquel día, por primera vez en los años de matrimonio, se encontraría con un hombre diferente a su pareja.
Lo había conocido en la oficina, recibió motivada cada una de sus galanterías, el ímpetu que mostraba al hablar le producía vértigos. Adoraba la intensidad que exponía en la defensa de un tema y, como solo quería sentir la adrenalina propia de los amores prohibidos, aceptó deseosa la invitación a la cita. Ya no sentía vergüenza ni culpabilidad, solo ansias y su esposo, que se encontraba trabajando en la oficina era, en aquel momento, para ella, la carga que debía llevar invariablemente en su vida.
Llegó al deseado encuentro, fijado para un motel a la salida del pueblo. El lugar era discreto por su posición geográfica y estaba bien decorado. Lo encontró en el recibidor, inquieto y un poco nervioso. Cuando estuvo a su lado la joven dijo, en un tono suave pero decidido
- Vamos.
Caminó, con un poco de premura, quería evitar el encuentro con algún conocido y no propiciar los cuestionamientos. En silencio, se adentraron en un pasillo más estrecho. Buscaron la habitación 122. Al final del camino, justo en el lugar designado, observaron a una pareja que, como ellos, avanzaban con rapidez. No pudo evitar sonreír pensando en que podrían encontrarse en situación similar. Finalmente detuvieron la marcha, permitiendo que se acercaran, sin embargo, con cada paso, aumentaba su incertidumbre, le resultaba familiar aquel hombre.
- Ernesto – finalmente exclamó.
Era su esposo que, como ella, había pensado en la infidelidad como el escape del tedio que, últimamente, los consumía. Al verla, abrió los ojos sorprendido.
- Ava – dijo asustado, entonces deparó en su acompañante y lo entendió todo.
Se miraron por un instante y ella sin saber explicar la causa, comenzó a reírse.
Confuso él frunció el ceño pero después la secundó, con una carcajada potente. Mientras sus acompañantes lanzaban miradas consternadas e interrogadoras.
En un matrimonio la comunicación es esencial para mantener viva la pasión y el deseo y la infidelidad no es la salida viable para la satisfacción en el plano romántico. La hipocresía es un parásito que consumen las relaciones.