Me miré, con rabia, en el espejo. ¿Por qué, después de seis años, mi marido consideraba importante el sobrepeso que mostraba mi cuerpo? ¿En qué momento había dejado de ser el chico cariñoso para convertirse en el hombre superficial que compartía su vida conmigo?
Peiné mi cabello sin delicadeza. No quería detallarme con mirada crítica, pues siempre, al menos hasta ese momento, me había sentido conforme con mi figura. No poseía un cuerpo atlético pero tenía mis encantos y, con esas particularidades me sentía especial.
Las palabras pronunciadas sin la más mínima gota de empatía por parte de Emiliano habían tambaleado mi fortaleza de carácter y esa autoestima de la que me sentía orgullosa. Me negaba a pensar que, el motivo del rechazo era un nuevo amor, pero debía descubrir la raíz de sus hirientes planteamientos.
Me llamó, en la tarde, para comunicarme que cenaría en la empresa. Me entristeció pensar que, en su voz, nunca escuché arrepentimiento. Para él yo debía cambiar radicalmente porque, el físico e incluso mi actitud rebelde eran errores imperdonables que ponían a prueba su capacidad de tolerancia.
Me acicalé con esmero y me dispuse a seguirlo. Quería desenmascararlo y hacerle pagar caro la humillación.
No fue difícil encontrarlo pues, apenas llegué al edificio, vislumbré la chaqueta azul intenso que vistió, mi esposo, en la mañana. Quise acercarme y hablar de lo ocurrido pero, de repente, alguien captó toda mi atención.
Caminaron hacia la cafetería de la esquina en un extraño y sospechoso silencio. Los seguí confundida pero, extremadamente curiosa. Se sentaron en una mesa apartada. Observé cada uno de sus gestos y expresiones e intenté leer los labios de ambos jóvenes pero, desde mi posición fue imposible. Permanecí en silencio mientras trataba de aclarar la mente. De repente me quedé perpleja pues, por un instante, pude percibir un ligero y disimulado apretón de mano. Lo comprendí todo. Mi mundo se derrumbó sin dejar la más mínima posibilidad de reconstrucción.
¿Por qué había preferido esconder una verdad que, quizás, hubiera podido aceptar?
Me sentí doblemente traicionada porque, a la infidelidad, se añadía el ocultar sus verdaderas preferencias sexuales. Quiso culparme de sus frustraciones.
Comprendí que, la ausencia de deseo, en la relación, se debía a obvias razones que, nada tenían que ver con mi peso o la rebeldía de la que tanto me acusaba. Pensé en la mentira que había mantenido por seis años y me culpé por mi poca percepción, por haberme dejado pisotear y por replantearme el cambio de imagen para salvar el matrimonio.
Lloré por todas mis pérdidas, por la desilusión y el desencanto y allí, detrás de la columna, a metros de él, logré calmarme, asumiendo con valentía, el comienzo de una vida nueva.
Finalmente me sentí con fuerza para enfrentarlo, ese sería el cierre de la etapa y el último desafío.
Caminé, calmada, hacia la cafetería. Recorrí el salón y, al llegar a la meta, solo pude observar los rostros desencajados de los amantes.
- Lo que no perdono - dije - es la hipocresía: Debiste aceptar tu realidad y no culparme de tus idioteces para aliviar tu conciencia.
- Rosa yo… - intentó decir pero su voz se apagó ante mi gesto.
- No finjas, muéstrate tal cual eres y serás libre.
Salí del establecimiento con pasos fuertes y seguros. Me sentí hermosa, poderosa e invencible.
La mentira no anulará tus verdaderos gustos, solo hará que tus días sean difíciles y oscuros. Acepta tu realidad y recuerda que solo tú serás el único responsable de tus frustraciones.