Miré la inmensa oscuridad que debía atravesar para llegar a mi casa. Esa noche, como tantas otras, había terminado mi jornada laboral pasada las once. Estaba agotada y no podía dejar de pensar en el peligro que representaba para una mujer sola recorrer más de diez cuadras en plena oscuridad. Sentía rencor por mi esposo, pues yo había comentado, la noche anterior, que dos jóvenes, en el transcurso de la semana, fueron atacadas, golpeadas y abusadas por un sádico, que cometía sus fechorías en la zona pero, como siempre, él no había emitido criterio sobre el tema.
Me dirigí a la puerta del establecimiento, me puse el abrigo, pues las temperaturas mostraban un significativo descenso aquel día y me dispuse a comenzar el recorrido. Trataba de buscar las aceras más alumbrada, pero el paso peatonal era casi nulo. Cada esquina se me antojaba un lugar misterioso o al acecho, demasiado tranquilo y oscuro. Temblaba ante lo desconocido, me asustaba que alguien esperara para sorprender y abalanzarse, expresando, en el ataque, su naturaleza sádica y bestial. Había caminado dos cuadras, sin contratiempos, cuando comencé a sentir que alguien, aún alejado de mí, caminaba a mi encuentro. En los primeros minutos apresuré la marcha e intenté darme ánimo pero, escuchando que persistía el sonido inicié una carrera para salvar la vida. Me detuve para quitarme los zapatos que, por su tacón alto, dificultaban el escape. Crucé la acera y él hizo lo mismo. Estaba agitada y con signos de debilidad, necesitaba llegar a cuadras más alumbradas donde, quizás, encontraría un transeúnte que pudiera socorrerme. Acortaba, en su persecución, la distancia y solo en una ocasión moví el rostro para tener una noción de los metros que nos separaban. Vestía de negro y con aquella oscuridad fue imposible percibir rasgos más particulares.
El movimiento realizado me dejó sin equilibrio y caí precipitadamente al suelo, después de hacer algunas maniobras infructuosas por impedirlo. Intenté levantarme, pero me di cuenta que se había lastimado mi tobillo y eso me ponía en desventaja con respecto al atacante. Entonces cerré los ojos. Escuchaba la cercanía de los pasos, la proximidad del peligro. Cuando lo creí cerca, capaz de escucharme, dije llorando y en forma de súplica.
- Por favor, no me hagas daño.
Primero fue un silencio, después me quitó las manos del rostro y dijo:
- Mi amor soy yo, vine a acompañarte pero he tenido que perseguirte, estabas tan asustada que no me escuchaste cuando te llamé.
Rompí a llorar, liberando las tensiones y él agregó llenándome de besos y caricias.
- Ya estoy aquí. Debes estar muy asustada.
Pero allí, entre sus brazos, me sedaba milagrosamente, sintiéndome protegida y amada.