Poderosa Esencia

Promesa

Acostada, a su lado, contemplándolo mientras dormía, pude percibir el sabor amargo de mis desaciertos. El arrepentimiento se instaló, en la mente, para mostrarme las consecuencias de mi equivocación. Por primera vez, en cinco años, el terror de perder a mi esposo me invadió.

Recordé sus disímiles muestras de cariño y mi forma de ignorarlas con esa conducta descuidada que me caracterizaba, los besos robados que no correspondía, su mirada deseosa que esquivaba y la poca motivación que yo mostraba por cambiar mi desarreglado aspecto.

Aquella noche, especialmente, descubrí cansancio en su mirada. Al sentir su frialdad extrañé la ternura que emanaba de su persona y que no había percibido en días. Comprendí que él había recuperado su amor propio y se negaba a conformarse con las migajas del sentimiento que apenas le brindaba. Se retiró de la lucha, imitando la apatía de mis actos. Horrorizada vislumbré la triste realidad: por mi culpa el matrimonio se estaba derrumbando y el gran amor de mi vida se distanciaba en silencio.

Con mis dedos temblorosos acaricié su rostro, empleando un toque sutil, casi imperceptible. Deseé besarlo con locura, pero no me atreví por temor al rechazo. Lloré por la impotencia y la rabia de no haber sabido expresar mis sentimientos. Fui arrogante y le quité incentivo a la relación. Desterré las espiritualidades sin pensar que los seres humanos necesitamos también saciar esa hambre para mantener nuestra vitalidad.

Me levanté, en silencio, de la cama, acercándome al espejo. Me asusté ante la imagen que contemplaba. Un pelo sin brillo, grandes ojeras y un desaliño total aparecieron para acusarme del descuido y la insensatez en que había envuelto mi vida.

¿Habrá dejado de quererme? ¿Tendrá un nuevo amor?

Esas y otras preguntas danzaban en mi cerebro atormentado. Si lo había perdido, la culpa sería únicamente mía. Me dejé arrastrar por la pasividad y creí, erróneamente que, al estar casada, mi estabilidad se mantendría a salvo. No pensé necesario alimentar la relación y fracasé por ignorante y estúpida.

Sentí deseos de esconderme para ocultar mi cuerpo de él, pero la realidad aterradora detuvo el impulso: ya le había mostrado, sin culpas, cada una de mis imperfecciones y, en el presente, solo quería retroceder en el tiempo y reescribir la historia.

Lo vi moverse y, el corazón, me latió con violencia, pero finalmente se acomodó, manteniéndose ajeno a la realidad. Detallé su cuerpo y los celos me invadieron, pensar que otra mujer pudiera disfrutar de sus besos y caricias me intranquilizaron. Debía recuperarlo y, para ello, mi cambio dirigiría el proceso.

Allí, a los pies de su cama, hice la más sincera de las promesas: recuperaría su amor.

En la mañana preparé su desayuno favorito. Quería impactarlo, pero la sorprendida fui yo, pues salió de la casa, en silencio y sin deparar en los platos que, servidos encima de la mesa, esperaban por él.

Lloré de rabia e impotencia porque sospechaba que, el mal, era irreparable. Mi esposo estaba muy dolido, pero curaría las heridas que yo misma había provocado.

Programé una cita con una estilista reconocida y cambié el largo y color de mi cabello. Me sentí hermosa y capaz de lograr el objetivo trazado, a fin de cuentas, uno no deja de amar tan rápido. ¿Verdad?

Compré ropa sexy, pedí comida a domicilio y lo preparé todo con ansias. Me esmeré con el maquillaje y el peinado, vestí con un atuendo provocativo y me dejé caer, en el sillón, esperando su entrada triunfal.

Los minutos se me antojaron eternos y las horas me acercaban a un fin que no quería aceptar. Poco antes de la medianoche sentí el característico sonido, de la puerta, al abrirse. Nerviosa me levanté del asiento. El chico recorrió, con sus ojos cada centímetro de mi cuerpo. Sentí vértigo al contemplar sus hermosos pozos azules oscurecidos por el deseo. Complacida con su reacción levanté lentamente y con sensualidad el vestido rojo, sintiéndome poderosa. Lo observé morder su labio inferior y me descontrolé. Rápidamente acortó la distancia que nos separaba y me besó con necesidad y adoración y, en medio de ese beso, pude palpar el tamaño de su amor.

- Perdón - dije llorando cuando, por falta de oxígeno, se separó de mí.

- Te amo - expresó sincero - solo te quiero a ti en mi vida.

- Te prometo - susurré - que alimentaré esta relación cada día. Gracias por mantener tu fe en nuestro matrimonio. Yo también te amo.

Nos fundimos en un abrazo que sellaba la promesa realizada.

Aprendí que no es cursi demostrar ni expresar tu amor.

Un matrimonio no es duradero cuando se deja apagar el fuego de la pasión. Se debe motivar la unión de una forma creativa, cuidando la magia que, en sus mejores momentos la envuelve porque, cuando se pierde, aparece el cansancio, las ilusiones se rompen y, el desierto sentimental te indica que, en sus tierras, no hay nada digno de salvación.




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