Kile
—Salgan de la habitación del señor Kile. Yo me encargaré de verificar si le gustan los trajes que le preparamos —se dirige a ellas con una sonrisa que, en mi opinión, es más falsa que sincera.
Todas las doncellas que estaban en mi habitación salen, incluida aquella chica bonita, de modo que solo queda ella. La última persona que quiero ver en el mundo, después de los rebeldes.
Eva Adams.
Una sensación de nerviosismo se apodera de mí. No es que Eva me intimide, pero jamás estuvo en mis planes volver a verla, mucho menos aquí. Vine al palacio para ayudar económicamente a mi padre y, a la vez, para dejar de oír hablar de ella a cada instante.
Para olvidarla.
Y resulta que ahora la veré todos los días. Siempre me he preguntado por qué la vida nunca nos concede la felicidad completa, por qué siempre hay algo que arruina el momento. Y en este instante, la ironía me golpea con fuerza.
—Eh, hola, Kile. ¿Cómo te encuentras? —dice ella.
A pesar de lo que hizo, esa hipócrita tiene el descaro suficiente para quedarse a solas conmigo en la habitación y saludarme como si fuéramos viejos amigos.
No voy a ceder a sus encantos de nuevo.
—Hola, Eva. Supongo que hasta hoy he estado bien, sin saber nada de ti. Pero a partir de ahora, maldición, tendré que ver ese disfraz de chica buena todos los días —respondo con voz medida, sabiendo que mi sonrisa es tan fingida como la de ella.
Me observa fijamente por lo que parece eternidad, hasta que pequeñas lágrimas comienzan a asomar en sus ojos. Trato de mantenerme firme y frío, aunque siento que mi defensa se tambalea.
—Kile... —murmura, y escuchar mi nombre saliendo de sus labios, teñido de tristeza, me estremece. No creo que esté arrepentida de lo que hizo... o al menos, eso es lo que quiero pensar.
Permanecemos en silencio, mirándonos fijamente, hasta que de pronto ella comienza a llorar.
Me quedo inmóvil, como una estatua, sin saber bien qué hacer. La veo sollozar, cubriéndose el rostro con esas delicadas manos; me fijo en sus dedos, tan finos, dedos que alguna vez recorrieron parte de mi rostro y me hicieron cosquillas.
Escucho sus sollozos y, aunque no es que me encante ver a una chica llorar, mi corazón se encoge en señal de conflicto interior:
ELLA ES MALA, RECUÉRDALO, KILE.
No lo soporto más. Me acerco y la rodeo con mis brazos. ¿Acaso soy un caballero descortés que no sabe consolar a una dama? Aunque sea mi exnovia, no se merece el trato indiferente de antes... ¿o sí?
Sigue llorando un rato más y, tras un momento, se calma un poco. En ese instante, un pensamiento fugaz me asalta: ¿por qué la estoy abrazando? ¿Se me olvidó lo manipuladora que es y la gran actriz que puede llegar a ser?
Ella me devuelve el abrazo, y de pronto me doy cuenta de que, en medio de esta competencia en la que casi todos me miran como una amenaza, ese cálido y familiar contacto es lo único que necesito. La aprieto contra mi pecho.
—Kile, lo siento tanto... Yo no quería... lo necesitaba, ¿sabes? —solloza, mientras los recuerdos se agolpan en mi mente: sus visitas diarias a la granja, alimentando a las gallinas, cabalgatas juntos, excursiones al río... Recuerdo tanto como quisiera olvidar, o al menos deseo creer que nunca existió lo que pasó entre nosotros.
Sin darme cuenta le revelé detalles muy privados de mi vida, hasta que, sin enterarme, ella descubrió dónde guardábamos el escaso dinero y lo robó. Lo noté porque, de repente, deja de llegar a mi casa, justo después de la desaparición de mi dinero. Más tarde me enteré de que estaba saliendo con mi mejor amigo. He tenido que vender varios animales para conseguir comida para mi padre y para mí.
Finalmente, nos soltamos del abrazo y la miro a los ojos.
—¿Lo sientes? —digo con una sonrisa fingida, aunque mi mirada destila rabia—. Me mentiste y me dejaste en la ruina. ¿Alguna vez te has puesto en mi lugar? ¿Crees que perdonaré a alguien que se aprovecha de mi confianza? ¿Tú lo harías? Por supuesto que no. Quizás yo lo haga con el tiempo, pero ya no te amo. Por eso estoy aquí, buscando a mi alma gemela. Que quede muy claro.
Eva esboza una leve sonrisa.
—No has cambiado nada. Siempre tan simpático y directo. Y yo sí cambié; la vida me dio una probadita de mi propia medicina, por si eso te reconforta. Espero que algún día me perdones y descubras mi nueva versión, la versión buena de mí.
Se dirige a unas bolsas de tela y saca unos trajes con delicadeza.
—Este es mi nuevo trabajo. ¿Crees que se me da bien? Yo mismo los confeccioné.
La miro fijamente por un segundo. Estoy tan cansado que lo último que deseo es seguir conversando.
—Por favor, vete de mi habitación. Todos los trajes están perfectos; déjalos así. Pero no puedo perdonarte de la noche a la mañana y hablarte como si nada hubiera pasado.
Ella asiente con una mirada comprensiva y, con cuidado, recoge y guarda los trajes en las bolsas de tela. Sin detenerse, se dirige hacia la puerta justo cuando un estruendo invade el silencio. Por un breve instante, todo parece congelarse—aquella calma reconfortante se quiebra de golpe. En la lejanía se escucha el clamor de una alarma ensordecedora, acompañado de disparos que retumban y gritos desgarradores, anunciando que el caos está a punto de desatarse.
Al cabo de un instante, un guardia irrumpe en mi habitación maldiciendo:
—¿Otro ataque rebelde? —pregunto, sabiendo que, de ser así, es claro que los rebeldes odian la Selección.
—¡Apúrense! ¿Qué hacen aquí, parados sin moverse? ¿Acaso son idiotas? ¡No se queden viéndome; muévanse! —grita el guardia, ignorando mi pregunta.
Obedecemos. Salimos corriendo, con el guardia siguiéndonos con todo su mal humor. Claro que, en estas circunstancias, nadie puede estar feliz o ser amable.
Bajamos las escaleras y corremos hacia el refugio secreto de la familia real.