La primera fiesta de cumpleaños que puedo recordar claramente fue cuando tenía diez años. El pastel tenía cinco pisos cubiertos de chocolate y glaseado, con unas cuantas flores decorativas en diversos colores brillantes que realmente amaba. Recuerdo como todos llegaron vestido de gala con regalos en mano, como si fuese una reunión de política y no un simple festejo infantil, fue un cumpleaños memorable...claramente no fue el mío, sino el de la hija de la vecina, Sophia Jonson, una flacucha pálida de ojos claros y cabello rubio, americana obviamente.
Cuando cumplí dieciocho, esperaba una hermosa fiesta llena de regalos y pachanga, era una adolescente que quería celebrar por todo lo alto...no hubo fiesta ese día, teníamos que pagar el alquiler, la luz, el agua y mucho más, así que no disfruté de la borrachera que se espera de un día así con los amigos. Era mayor de edad, sí, pero pobre.
A mis veintiún años descubrí lo que era estar ebria, aún con mi pobreza fui invitada a la graduación de los de último año de la universidad, por un cabecilla de una pandilla a la cual le había hecho algunos favores no muy legales. Ese día en mi estado de alcoholismo desperté en la realidad de que mi vida era una basura, no podía vivir las experiencias que quería, no podía graduarme de lo que quería, no podía ser quien quería y todo por la cruel ruleta del destino que me puso en un país de mierda con una familia de mierda.
Un padre drogadicto y una madre extranjera que se devolvió a su país apenas me tuvo en el baño de un hotel a las afueras de la ciudad. En términos de posibilidades...no tenía ninguna. El cabello castaño y los ojos color mierda, una hermosa y común característica de cualquier latino de bajos recursos, no amaba nada de mí, ni la familia, ni el físico ni la tierra que me vio nacer (y ser abandonada). Solo era una más en un sistema que no se preocupa por las personas como yo.
—Si sigues fumando de esa manera, vas a morirte joven —escucho murmurar a Patricia mientras camina detrás de mí sosteniendo unos jarrones.
—Con la excelente y cómoda vida que llevo sería muy triste eso, espero me pase pronto —le respondo expulsando el humo de mi cigarro, deseando que no me llame la atención.
—Si tu madre te viera qué pensaría Vale —dice, quitándome el cigarro de la mano y aplastándolo frente a mis ojos con sus horrendas zapatillas de tango.
Me llevo la mano al pecho y la fulmino con la mirada, levantándome de golpe y dando pasos en su dirección. Es el único cigarrillo que he podido probar en dos días y lo había ahorrado tanto como mi billetera y mi vicio me permitían.
—¡Era el único que me quedaba! ¡Me lo vas a pagar Paty!!! —me dirijo a su alcancía y logro sacar una moneda luego de varios intentos volteando al perro de cera que contiene sus míseros ahorros.
La escucho rezongar detrás de mí como una yegua brava y me importa un pedazo de churre, mi dinero, mi cigarro, mis cosas.
—Hazme el enorme favor de largarte de mi estudio niña malcriada —me agarra por la chamarra y tira de mí hacia la puerta dándome un empujón que casi me tumba al suelo —No te aparezcas por aquí de nuevo, malagradecida del infierno.
—Para ser una temba de 40 años estás demasiado fuerte, ¿Qué carajos andas comiendo? ¿La verga de tu vecino?!!!
Le grito enfurecida sacudiendo las medias que se enlodaron con la inmundicia de la calle, Paty me observa decepcionada y con los ojos aguados, por un instante me cuestiono lo que acabo de decir y las consecuencias que tiene para la imagen pulcra que siempre quiere mostrar ante sus alumnos de baile. Cierra la puerta de un tirón y escucho el murmullo de los vecinos de enfrente.
—Es una maldita broma interna, ¿Qué tanto miran, o acaso no comen verga ustedes también?, viejas chismosas —una a una se esconde tras las cortinas de sus casas dejándome nuevamente con la culpa en el cuerpo.
Levanto el mentón al cielo, no soy de las que admite sus errores en voz alta, mucho menos de disculparme, cierro los ojos pensando en cómo pedírselo indirectamente, le compraría flores, pero no tengo un peso, suspiro resignada, ya se le pasará, es lo que siempre hace.
Emprendo mi camino tras echarle un último vistazo a la casa-estudio de Patricia, una estructura de pocos adornos con un letrero enorme que no combina con nada a su alrededor “Paty´s tango” se lee en grandes letras rojas. Conocí a Patricia hace algún tiempo, alrededor de dos años atrás, cuando iniciaron las ínfulas de americana. Quería irme del país, era lo único que tenía claro.
La primera idea era básica, irme por una nacionalidad que me corresponde, pero no tengo, pues la zorra de mi madre desapareció sin darme apellido ni absolutamente nada. El parecido con Emma es innegable, la forma del rostro, la nariz, los labios, el resto es de Juan Hernádez Rodríguez, popularmente conocido como Juanito, el que vende metanfetamina de baja calidad los miércoles y viernes en la madrugada.
Patricia conoció a mi madre en el segundo verano que pasó aquí en el pueblo junto a sus padres, pues son contemporáneas y practicaron tango durante dos meses seguidos en donde se conocieron y se hicieron mejores amigas. La primera vez que vi una foto de Emma, fue en el cesto de basura que tiene mi padre en su cuarto, la encontré rebuscando en sus cosas con el fin de hallar droga en algún lugar para revenderla, y sorpresa, no encontré donde la escondía, pero sí la foto de mi progenitora junto a una morena de cabello corto, ambas sonrientes y vestidas con trajes rojos y zapatillas de baile, el papel estaba echo un desastre arrugado y enmarañado en donde no se le veía bien el rostro.