Primavera: Con sabor a chocolate.

Prólogo. ✓

Primavera del año 1900.
Vigo, Pontevedra, España.

— ¡Shuuu! —Le ordenó él a la pequeña escondiéndola otro poco en el árbol caído—. ¡Calla! Nos va a encontrar.

— ¡Chiquillos del demonio! —Gritó una mujer a lo lejos—. ¡Ya los tengo!

Él niño había logrado esconder a su compañera de travesuras, pero había olvidado bajar su rubia cabellera que lo delató entre aquel verde del pequeño bosquecillo. En cuanto la mujer de tez acanelada los divisó tras aquel tronco caído, salió corriendo tras ellos.

Los niños en cuanto la escucharon emprendieron su camino lo más rápido que sus pequeñas piernas podían correr. Ambos muertos en risa corrieron como unos caballos salvajes, hasta que sintieron sus corazones retumbando en su pecho y sus pulmones arder debido al esfuerzo.

— ¡Niños, cuidado! —Gritó la mujer como advertencia, pero aquellos dos pequeños no lograron detenerse.

Ellos, por ir viendo hacia atrás cuánto les faltaba para ser atrapados, no se habían percatado que justo delante de ellos se acababa la tierra. Dos fuertes gritos se escucharon, la mujer quedó anclada en su lugar presa del pánico, cerró sus ojos y el peso de una tragedia se asentó en sus hombros.

No lograba moverse, no podía hacer nada más que pensar que su niña se había caído por el borde junto con el hijo de otra mujer, ella tenía que cuidarlos, ella era la adulta cómo iba a ser capaz de explicar que un niño se les había juntado, que a ambos se les había ocurrido jugar a las escondidas. Y que, tontamente, ella había aceptado, solo para resultar incapaz de encontrar a un niño de nueve años y a una niña de cinco.

Estaba aún sumergida en su estupor cuando escuchó unas risitas que cada segundo se hacían más y más fuertes. A paso lento pero decidido se acercó al borde, resultó que no se habían caído, solo se deslizaron hasta el borde del riachuelo y terminaron al fondo de la tierra, embarrados hasta la coronilla de lodo.

— ¡Millicent, estamos bien! —Chilló la niña intentando levantarse del fango.

— ¡Qué bueno que estéis bien! —Aseguró ya más aliviada bajando con el mayor cuidado del que fue posible, aunque terminó deslizándose y embarrandose—, porque ahora los mato yo.

Al oír aquella amenaza ambos niños quisieron salir corriendo de nuevo pero sus cuerpos adoloridos apenas y fueron capaces de responderles. La niñera la pesco a ella del brazo y a él de la oreja. Mientras tanto les gruñó mil regaños hasta que con una habilidad atlética les asentó un par de nalgadas a ambos pequeños.

Los golpes habían sido más para asustarlos que para provocar algún dolor, detalle del que se dio cuenta Franco y por el que no funcionaron los golpes, en cuanto a Irene, pues en ella sí funcionaron. Quería echarse a llorar, pero en cuanto vió a su compañero de travesuras reír a carcajada limpia, lo imitó.

Al final de cuentas hasta Millicent terminó riendo al ser testigo de la diversión de los niños. Acto inmediato procedió a aprovechar al máximo aquel riachuelo y lavar un poco a los niños para quitarles la mugre. Franco argumentó poderlo hacer solo, pero la sobreprotectora niñera no se lo permitió. Al final el niño se limitó a sonreír mientras aceptaba gustoso la limpieza que aquella bella muchacha de tez oscura le proporcionaba.

—Ya hemos jugado suficiente... —señaló la mujer al ver como el sol comenzaba a ocultarse.

— ¡Nooo! —Chillaron ambos niños al unísono.

—Es hora de irnos a casa —le dijo a Irene, poniéndose de rodillas para estar a la altura de ellos—, y vuestra madre debe de estar angustiada.

—Pero es que aún no me quiero ir.

—Si, Millicent, por favor, juguemos otro rato.

—A ver, qué os parece si mañana nos volvemos a ver para jugar —ambos saltaron de la emoción hasta guindarse del cuello de ella, eufóricos ante su promesa—. Bueno entonces vamos a casa, para vernos temprano mañana —Franco le dio un abrazo a su nueva amiga y salió corriendo—. ¡Ey! ¿A dónde vais? —El niño confundido se detuvo al oírla.

—A mi casa —respondió como si no fuera obvio.

—Venga crío que os llevaré yo, capaz a vuestra madre le da el susto de su vida si os ve aparecer solo.

—Mis padres trabajan duro, así que me enseñaron a andar solo.

— ¿No os da miedo?

—Al principio sí. Ahora ya no.

Y entre risas, juegos y bromas los tres llegaron a la casa de Franco, era una pequeña granja que estaba justo al lado de la propiedad de los Saenz, los padres de Irene. A lo lejos se veía una casa blanca que Franco llamó hogar. Millicent le prometió al niño que mañana temprano luego del desayuno ellas estarían esperándolo en la cerca que dividía los terrenos para ir a jugar.

Luego de que Franco se lo hiciera casi jurar, se pasó la cerca y partió a su hogar.

— ¿Dónde conocisteis al pequeño? —Preguntó en camino a la mansión que ellas llamaban hogar.

—El bigotón —así era como ella había bautizado al capataz de la hacienda por su prominente vello facial—, lo estaba regañando y yo le dije que era un amigo que había invitado a jugar. Así que cuando lo soltó, nos fuimos al bosque a esperar que llegaras.

Entonces las piezas se unieron como un rompecabezas que cazaba a la perfección para Millicent, aquel niño seguramente se había metido a robar a la hacienda, Juan lo había descubierto y por eso estuvo a punto de pegarle, estaba segura que de no haber sido por su niña Irene, aquel pequeño hubiese terminado golpeado. Lo más probable es que aquellas mandarinas que Franco compartió con ellas hayan sido robadas.

Irene siguió conversando acerca de su nuevo amigo, completamente ajena a los raciocinios de Millicent. Para la niña aquella mujer era más que su niñera, era su amiga, su confidente, su todo. Millicent, incluso había consagrado su propia vida a la que era su niña.

—Si, si os vais a bañar —dijo por enésima vez, ya había perdido hasta la cuenta.

—Ya es muy tarde para bañarme.

—No vais a dormirte sucia —la señaló.




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