Prohibido enamorarse.

Capitulo 3

El humo del desayuno accidentado aún flotaba en los pasillos como un recuerdo incómodo cuando la puerta del 3B volvió a recibir un golpe seco. Esta vez no era el golpeteo alegre de Lucas, sino los nudillos firmes, autoritarios, casi teatrales de la señora Valverde.

Amélie se encontraba en el sofá, con el pelo aún revuelto por la batalla matutina, sosteniendo una taza de café que había logrado salvar de la catástrofe. Monsieur Croissant estaba sobre el respaldo, acicalándose como si nada hubiera pasado. El pitido de la alarma, gracias a Dios, había cesado hacía rato, pero en su memoria aún vibraba con la fuerza de una pesadilla.

—Non, non, non… —susurró Amélie, encogida—. No puede ser ahora.

Croissant soltó un maullido grave, como si le diera la razón.

El segundo golpe en la puerta fue aún más sonoro.

—¡Madame Dubois! ¡Abra, soy yo, la señora Valverde! —la voz se filtraba con un dramatismo digno de actriz de telenovela.

Amélie respiró hondo, dejó la taza sobre la mesita y fue a abrir. Allí estaba la casera, con su inseparable bata de flores —esta vez azul con margaritas amarillas—, ruleros rosados perfectamente alineados en la cabeza, y unas zapatillas de felpa con orejas de conejo que parecían observar con reproche.

La mujer entró sin esperar invitación, empujando la puerta con decisión. El aroma a perfume barato de violetas llenó de golpe el apartamento.

—Señora Valverde… —intentó protestar Amélie, pero ya era tarde.

La casera paseó la mirada por el lugar como un inspector de policía. Se detuvo en la ventana abierta, olfateó el aire, y después se volvió hacia ella con ojos entrecerrados.

—Ajá. Como me temía. —Hizo un gesto con el dedo índice, dramática—. Ya ha caído en las garras del señor Romano.

Amélie parpadeó, desconcertada.

—¿Perdón?

—¡No se haga la inocente! —replicó la casera, cruzándose de brazos—. Esta mañana lo vi salir de aquí, con su delantal ridículo y esa sonrisa de latin lover que trae de cabeza a medio edificio.

Amélie abrió mucho los ojos.

—¡No, no, no! No pasó nada, solo… trajo un desayuno.

—Un desayuno en llamas, querrá decir —replicó ella, señalando con desdén la bandeja chamuscada en la mesa—. Ese hombre no sabe hacer otra cosa que desastres, créame.

Amélie intentó mantener la compostura, aunque el recuerdo de Lucas sacudiendo la bolsa en llamas bajo el grifo le arrancó una risa contenida. Tosió para disimular.

—Señora Valverde, no tiene de qué preocuparse. Yo tengo mis reglas, y la primera es muy clara: nada de romances con vecinos.

La casera arqueó una ceja.

—¿Y ya me dirá usted qué hacen esas reglas contra unos rizos oscuros, unos ojos color miel y una sonrisa torcida?

Amélie se sonrojó hasta las orejas.

—¡No estoy interesada! —dijo, quizás demasiado rápido.

La casera chasqueó la lengua, como si hubiera atrapado a una adolescente mintiendo.

—Claro, claro. Todas dicen lo mismo. Hasta que un día lo ven cocinando —o intentándolo— y ¡pum!, ya están convencidas de que con amor hasta el agua hervida sabe bien.

Croissant maulló desde el sofá, como si estuviera de acuerdo con la casera.

—¡Tú cállate! —exclamó Amélie, apuntando al gato, lo que provocó que la señora Valverde la mirara como si estuviera loca.

—Mire, querida —continuó la casera, bajando el tono de voz como si revelara un secreto de estado—. Yo lo conozco. Romano es encantador, sí, pero también un torbellino. Desordena la vida de cualquiera que se cruce en su camino. Y usted parece… tranquila. —La miró de arriba abajo, evaluándola—. De esas que necesitan orden, silencio y paz.

Amélie se cruzó de brazos, incómoda.

—Exactamente.

—Pues entonces manténgase lejos. ¡Lejos! —repitió, levantando un dedo en el aire—. Se lo advierto como quien advierte de un huracán.

La casera giró sobre sus zapatillas peludas y salió del apartamento con la misma rapidez con la que había entrado, dejando tras de sí una nube de perfume de violetas y un silencio pesado.

Amélie cerró la puerta despacio, apoyando la frente contra la madera.

—“Lejos”… —repitió en voz baja, con ironía.

Croissant saltó de un brinco y se enroscó sobre la bandeja aún tibia. Amélie lo miró, suspirando.

—¿Sabes qué es lo peor? Que la señora Valverde tiene razón.

El gato ronroneó, indiferente.

El resto del día lo pasó intentando recuperar esa paz que tanto había buscado en el traslado. Puso música suave en francés, abrió todas las ventanas para ventilar el olor a pan quemado, y se dedicó a desempacar las últimas cajas. La luz del mediodía entraba generosa, bañando el salón en tonos dorados, mientras el murmullo lejano de los vecinos recordaba que ya no estaba en el anonimato de París.

Sacó sus libros favoritos —Balzac, Flaubert, y una colección algo gastada de poemas de Prévert— y los acomodó en un estante. Al pasar los dedos por los lomos, una sensación de calma la recorrió. Ese gesto, ese orden, era exactamente lo que había venido a buscar.

Sin embargo, cada tanto, la imagen de Lucas regresaba como un intruso: su sonrisa torcida, el brillo travieso en los ojos cuando la acusó de tener un “gato criminal”, la carcajada que resonó incluso más fuerte que la alarma de incendios.

—Non… —susurró, sacudiendo la cabeza.

Pero el calor en sus mejillas la delataba.

Por la tarde salió a caminar por el barrio, decidida a distraerse. El aire olía a panadería, a café recién molido y a jazmines que trepaban por las rejas de las casas. Había niños jugando en la plaza, ancianas conversando en los bancos y bicicletas apoyadas contra las paredes. Todo parecía sacado de una postal tranquila.

Se detuvo frente a una pequeña tienda de antigüedades y pasó un buen rato mirando los objetos en el escaparate: relojes de bolsillo, jarrones de porcelana, lámparas oxidadas que parecían tener mil historias. El reflejo en el vidrio le devolvió una imagen serena, pero con un brillo extraño en los ojos.




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