Prohibido enamorarse.

Capitulo 4

El calendario marcaba siete días desde el famoso “desayuno accidentado”. Siete días en los que Amélie Dubois había perfeccionado el arte de esquivar al vecino más inoportuno —y más desconcertantemente atractivo— que había conocido en su vida.

No era sencillo, claro. El destino parecía divertirse colocándolos en la misma escalera, en el buzón, incluso en el mercado del barrio. Pero ella se las ingeniaba con excusas rápidas, sonrisas cortas y pasos apurados.

Aquella mañana de lunes, el sol entraba con descaro por las ventanas del 3B. Amélie se ajustó la blusa azul cielo frente al espejo, recogió su cabello en un moño improvisado y acarició a Monsieur Croissant, que dormitaba perezosamente en la alfombra.

—Hoy será un buen día —le aseguró al gato, mientras le ponía un cuenco con agua fresca—. Nada de italianos, solo trabajo.

Croissant la miró con indiferencia, antes de volver a cerrar los ojos.

El edificio donde trabajaba no tenía el glamour de los rascacielos parisinos, pero irradiaba un encanto distinto: paredes encaladas, persianas de madera, y un café en la esquina que parecía exhalar espresso las veinticuatro horas. Amélie trabajaba en una pequeña editorial independiente, donde su misión consistía en traducir manuscritos del francés al español.

Esa mañana, mientras acomodaba papeles en su escritorio, una voz fresca interrumpió su concentración.

—¿Tú eres la nueva, verdad? —preguntó una mujer de rizos pelirrojos y ojos verdes chispeantes.

Amélie levantó la mirada y sonrió tímidamente.

—Soy Amélie. Y sí… recién llegada.

La otra extendió la mano con entusiasmo.

—Marina. Soy la diseñadora gráfica. Si necesitas sobrevivir a este sitio, soy tu guía no oficial.

Amélie no pudo evitar reírse. La energía de Marina era contagiosa, como un vaso de vino espumoso servido en copa de cristal.

—Encantada —dijo, estrechándole la mano.

Desde ese instante, la oficina se volvió menos hostil. Marina la presentó al resto del equipo, la arrastró a la cafetería de la esquina a media mañana y le explicó, con lujo de detalles, quién se robaba los bolígrafos, quién dejaba migas en la cocina y quién hacía los mejores pasteles de cumpleaños.

El aroma a café recién molido se mezclaba con el murmullo constante de las conversaciones, y por primera vez desde su mudanza, Amélie sintió que pertenecía a un lugar.

En la pausa del almuerzo, ambas se sentaron junto a la ventana, compartiendo ensaladas y risas. Marina la observaba con atención, como quien calibra a un personaje de novela.

—Dime, Amélie… ¿Y en tu edificio, qué tal los vecinos? —preguntó con un guiño travieso.

Amélie casi se atraganta con una aceituna.

—¿Los… vecinos? Normales, creo.

Marina arqueó una ceja.

—Esa respuesta huele a secreto.

Amélie suspiró. Tal vez era la complicidad repentina, o tal vez el sol de mediodía que le aflojaba las defensas, pero terminó confesando.

—Digamos que… uno de ellos es… difícil de ignorar.

Los ojos de Marina brillaron.

—¡Ajá! ¿Guapo?

—Eso no importa. —Amélie se apresuró a negar, aunque sus mejillas la traicionaron.

—Claro que importa. —Marina apoyó el codo en la mesa—. Describe.

Amélie rodó los ojos, pero cedió.

—Italiano. Rizos oscuros. Sonrisa… peligrosa. Cocina fatal.

Marina soltó una carcajada que hizo girar a media cafetería.

—¡Pero si eso suena a novela romántica de bolsillo!

—No, non, non. —Amélie agitó las manos—. Precisamente lo contrario. Tengo mis reglas, y la primera es clara: no enamorarme de nadie, mucho menos de un vecino.

Marina la miró como si acabara de soltar la mejor broma del día.

—¿De verdad crees que puedes resistirte a algo así viviendo pared con pared?

—Por supuesto. —Amélie alzó la barbilla con dignidad.

Fue entonces cuando Marina apoyó el tenedor en el plato y sonrió con picardía.

—Te propongo algo. Una apuesta.

—¿Una apuesta?

—Sí. Un mes. Treinta días resistiendo a tu vecino encantador. Ni cenas, ni cafés, ni caídas en sus rizos perfectos. Si logras mantenerte firme, yo te invito un fin de semana en la costa. Tengo una casa en Altea, frente al mar.

Amélie abrió los ojos.

—¿Y si pierdo?

Marina se inclinó hacia adelante, con un destello travieso en la mirada.

—Si pierdes, tendrás que invitarme tú a cenar… y contarme con lujo de detalles cómo caíste.

Amélie se quedó pensativa, mordisqueando su panecillo. Sonaba absurdo. Infantil. Pero también, de algún modo, motivador.

—Acepto —dijo al fin, extendiendo la mano.

Marina se la estrechó con fuerza.

—Trato hecho.

Regreso al edificio

Esa tarde, el aire estaba tibio cuando Amélie volvió al edificio. El olor a jazmín flotaba en el pasillo, y el silencio del 3B parecía un premio después de un día lleno de voces.

Empujó la puerta y soltó un suspiro de alivio. Croissant salió a recibirla, con su habitual paso digno.

—Hoy tengo una aliada —le dijo al gato, acariciándole la cabeza—. Marina cree que puedo resistir.

El animal la miró fijamente, antes de subirse a la mesa como si no aprobara el plan.

Amélie dejó su bolso, se descalzó y encendió una vela aromática de vainilla. El apartamento se llenó de un olor cálido, mientras ella se cambiaba a un vestido ligero de algodón. El roce suave de la tela sobre su piel le recordó la diferencia entre París y esta nueva vida: menos prisas, más aire, más espacio para respirar.

Sin embargo, mientras preparaba una sopa ligera en la cocina, un sonido familiar rompió la calma.

Tres golpes en la puerta.

Su corazón dio un brinco.

“Non, non, non”, se dijo.

No necesitaba abrir para saber quién era. El golpe tenía un ritmo particular, un descaro inconfundible.

Amélie se apoyó en la encimera, respirando hondo.

—Un mes, Dubois. Solo un mes.

Croissant maulló, como si disfrutara de su dilema.




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