Prohibido enamorarse.

Capitulo 5

Los días siguientes fueron una prueba constante, como si la vida hubiera decidido divertirse a costa de Amélie Dubois.

En la escalera, Lucas aparecía siempre en el momento más inoportuno. A veces con el cabello aún húmedo, un libro bajo el brazo y esa sonrisa torcida que parecía diseñada para derribar muros.

—Buongiorno, vecina. —Decía, inclinándose apenas, como si estuvieran en un ritual secreto.

Y Amélie, con la compostura de una actriz mal ensayada, respondía con un breve “bonjour” antes de acelerar el paso, los tacones repiqueteando contra los escalones como un tambor nervioso.

En el mercado, el escenario era aún peor. Ella podía estar tranquila escogiendo manzanas, cuando de pronto escuchaba esa voz con acento italiano que la ponía en guardia.

—¿Sabes elegir buenos tomates? —preguntaba él, sosteniendo uno con seriedad teatral, como si estuviera evaluando una obra de arte.

Amélie fingía indiferencia. Contestaba con monosílabos, un “oui” seco o un “supongo” en español atropellado, antes de huir hacia los pasillos de quesos como si de pronto tuviera una cita urgente con un camembert.

Una tarde, mientras doblaba ropa en su pequeño salón, escuchó tararear una canción italiana en el balcón contiguo. Era alegre, despreocupada, y el aroma que flotaba con la brisa no dejaba dudas: salsa de tomate, ajo y orégano. Su estómago rugió traicionero. Amélie frunció el ceño, cerró la ventana de golpe y se obligó a concentrarse en emparejar calcetines, aunque por dentro una risa tímida pugnaba por escaparse.

En la oficina, Marina se convirtió en cómplice y verdugo. Cada vez que Amélie llegaba, la pelirroja levantaba una ceja inquisitiva, con una sonrisa felina que lo decía todo.

—¿Cómo va la apuesta? —preguntaba, alargando las palabras como si disfrutara cada sílaba.

Amélie, con el orgullo intacto, contestaba siempre lo mismo:

—Resistiendo.

Aunque la verdad era que cada día la resistencia se sentía más como un hilo fino a punto de romperse.

Una grieta en la armadura

Una noche, al regresar más cansada de lo habitual, con los hombros tensos y los zapatos castigando sus pies, Amélie encontró algo distinto en la alfombra frente a su puerta: un sobre blanco, doblado con cuidado.

Su corazón dio un salto. Lo tomó con precaución, como si temiera que explotara. Al abrirlo, descubrió un pequeño croquis hecho a mano. Los trazos eran torpes, pero llenos de encanto: un gato obeso de manchas naranjas, sentado junto a una taza de café humeante. Sobre ambos, un título improvisado: “La vida en el 3B”.

Bajo el dibujo, una nota escrita en letras grandes, ligeramente desordenadas:

“Para Monsieur Croissant y su humana gruñona.
Vecina, la próxima vez prometo no quemar el desayuno.
—Lucas.”

Amélie se quedó inmóvil. La primera reacción fue un bufido incrédulo, seguida de una punzada inesperada en el pecho. El dibujo no era grandioso, pero sí… encantador. Había algo cálido en esos trazos inseguros, como si él hubiese querido arrancarle una sonrisa sin pedir nada a cambio.

La sonrisa, de hecho, apareció. Pequeña, traviesa, imposible de contener.

—Maledetto… —susurró en francés, aunque con un tono que no sonaba tan molesto como pretendía.

Cerró el sobre con rapidez, como si quemara, y lo escondió entre los libros de la estantería.

Monsieur Croissant apareció en ese momento, frotándose contra sus piernas con desdén.

—¿Tú también sonríes, hm? —le dijo, agachándose para acariciarle la cabeza—. No te hagas el inocente. Seguro disfrutas de toda esta atención.

El gato ronroneó con un descaro que parecía confirmar la acusación.

Amélie dejó escapar un suspiro, apoyándose en la estantería.

—Un mes —repitió en voz baja, con la determinación de quien se repite un mantra—. Solo un mes.

Se preparó una cena ligera, pero el apetito era un invitado esquivo. Mientras cortaba un trozo de pan, su mente volvía al dibujo, a la caligrafía juguetona de Lucas, a la manera en que lo había firmado como si fueran viejos amigos compartiendo complicidad.

La vela de vainilla llenaba el salón de un aroma cálido, pero ella sentía otra cosa: un cosquilleo en el estómago, un peligroso preludio de algo que se había prometido evitar.

—No, no, no… —murmuró, removiendo la sopa—. No voy a caer.

Se sentó en el sofá con el cuenco caliente entre las manos. El vapor le humedeció el rostro mientras el murmullo lejano de los vecinos se colaba por la ventana abierta. Todo parecía en calma, excepto su cabeza.

La imagen de Lucas aparecía una y otra vez, riéndose en la cocina envuelta en humo, sosteniendo tomates en el mercado, o dibujando torpemente a Croissant. Y en cada recuerdo, siempre estaba esa sonrisa torcida.

Apoyó la frente contra la taza de sopa y dejó escapar una risa resignada.

—Estoy perdida.

Croissant, enroscado en el respaldo del sofá, abrió un ojo verde y maulló como si le diera la razón.

Amélie lo miró con fingida severidad.

—No pienso perder esta apuesta.

El gato estiró una pata y la dejó caer con indolencia sobre el cojín. Ella suspiró otra vez, reconociendo lo evidente: resistirse a Lucas Romano sería mucho más difícil de lo que había imaginado.

Y mientras apagaba la luz antes de dormir, con el dibujo escondido en la estantería, pero latiendo en su memoria, comprendió algo inquietante: la grieta en su armadura ya estaba hecha.

El verdadero reto apenas comenzaba.




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