Prometí quedarme, aunque no debía.

CAPÍTULO 1 El día que apareció en mi vida

No creo en los giros del destino. O al menos no creía en ellos hasta esa mañana en la que el café se me enfrió entre las manos y alguien pronunció mi nombre como si lo hubiera estado esperando desde siempre.

La ciudad despertaba con su rutina habitual: bocinas impacientes, pasos apurados, conversaciones inconclusas flotando en el aire. Yo caminaba entre todo eso sintiéndome invisible, como si mi vida se hubiera convertido en una sucesión prolija de días correctos, sin sobresaltos ni promesas. No estaba triste. Tampoco feliz. Estaba cómoda, que es una forma elegante de decir resignada.

Había aprendido a no esperar demasiado.

La panadería de la esquina olía a vainilla y a pan recién horneado. Entré casi por inercia, buscando un café que me ayudara a terminar de despertar. El mostrador estaba lleno de gente, y pensé en irme. Siempre me molestaron las multitudes pequeñas, esas que no te dejan escapar sin parecer descortés.

—Llegás tarde —dijo una voz a mi espalda.

Me giré, preparada para negar con educación, pero no había nadie que reconociera. Era un hombre alto, de mirada tranquila, con una expresión que no encajaba del todo con el ruido del lugar. Sonreía como si la escena fuera privada, como si solo existiéramos él y yo en medio de ese caos cotidiano.

—Creo que se equivoca —respondí, sin devolverle la sonrisa.

—No —dijo—. Llegás justo cuando tenías que llegar.

Ahí debí haberme ido. Mi intuición siempre fue clara con esas cosas. Pero me quedé. Tal vez porque su tono no era invasivo. Tal vez porque había algo en su forma de mirarme que no exigía nada y, al mismo tiempo, prometía demasiado.

Pedí mi café. Él pidió lo mismo. No fue coincidencia, pero fingimos que sí.

—¿Siempre tomás café solo? —preguntó.

—Cuando no quiero pensar demasiado, sí.

—Entonces hoy es un día peligroso.

Reí. No pude evitarlo. Y ese fue el primer error. Reír con un desconocido suele ser el inicio de los problemas más interesantes.

Nos sentamos en una mesa pequeña, incómodamente cerca. Yo intenté mantener la conversación ligera, casi superficial. Él no forzaba nada, pero cada respuesta suya parecía tener una capa más profunda, como si supiera exactamente hasta dónde podía avanzar sin asustarme.

—No suelo hacer esto —le aclaré en algún momento.

—Yo tampoco —respondió—. Pero hoy hice una excepción.

Había una naturalidad extraña entre nosotros, una confianza silenciosa que no se construye en minutos. Me descubrí contándole cosas que normalmente no compartía: mi trabajo, mi sensación constante de estar cumpliendo expectativas ajenas, esa vaga certeza de que mi vida se había vuelto demasiado predecible.

—A veces quedarse es más difícil que irse —dijo, mirándome fijo.

Sentí el golpe directo al pecho. No porque supiera algo de mí, sino porque había puesto en palabras un pensamiento que me acompañaba desde hacía años.

Mi celular vibró sobre la mesa.

Clara.

“¿Dónde estás? Necesito verte. Ahora.”

Mi amiga no exageraba. Si decía ahora, era ahora. Y esa urgencia se filtró en mi expresión, porque él dejó de sonreír.

—¿Todo bien?

—Sí… no —respondí—. Es complicado.

—Las cosas importantes suelen serlo.

Me levanté, incómoda, culpable por sentir que me iba cuando recién algo empezaba. Él también se puso de pie, sin apurarse.

—¿Te voy a volver a ver? —preguntó.

La pregunta era simple, pero la sentí enorme. Como si responder afirmativamente implicara aceptar un camino sin retorno.

—No lo sé —dije, siendo honesta.

Asintió, como si esa respuesta fuera suficiente.

—Entonces voy a esperar que el destino vuelva a hacer su parte.

Salí de la panadería con el café intacto y el corazón inquieto. Caminé rápido, intentando convencerme de que había sido solo un encuentro agradable, una conversación casual para romper la monotonía. Pero algo no encajaba. No se sentía casual.

El mensaje de Clara volvió a aparecer.

“Por favor, apurate.”

Cuando llegué a su departamento, la encontré pálida, con los ojos brillantes de una ansiedad que no le conocía.

—¿Qué pasó? —pregunté.

No respondió enseguida. Me extendió un sobre manila, gastado en los bordes. Dentro había fotos. Fotografías viejas. Demasiado viejas como para ser irrelevantes.

Las miré una por una, sin entender del todo, hasta que el aire me faltó.

—¿De dónde sacaste esto? —susurré.

—No importa —dijo Clara—. Importa que tengas cuidado.

—¿Cuidado con qué?

Me miró con una seriedad que me heló.

—Con quedarte donde no deberías.

Mi teléfono vibró otra vez. Un número desconocido.

“Espero que hayas llegado bien.”

Sentí el estómago cerrarse. Miré a Clara. Ella me miró a mí.

Y en ese instante comprendí que el día que él apareció en mi vida no había sido casual. Había sido una advertencia. Una promesa. O tal vez ambas cosas.

Porque sin saberlo todavía, yo ya había empezado a quedarme.

Aunque no debía.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.