Prometí quedarme, aunque no debía.

CAPÍTULO 2 Sus ojos me dijeron lo que no debía escuchar

Desperté con la absurda sensación de haber olvidado algo importante. No un objeto, ni una cita, sino una advertencia. Como si alguien me hubiera hablado en sueños y yo hubiera decidido no prestar atención.

La luz de la mañana entraba sin permiso por la ventana, marcando con claridad un nuevo día que no se parecía en nada al anterior. Me quedé unos segundos mirando el techo, intentando ordenar mis pensamientos, pero fue inútil. Su mirada apareció sin aviso, nítida, persistente, como si se hubiera instalado en mí durante la noche.

Sus ojos.

No su voz. No sus palabras.

Sus ojos habían dicho demasiado.

Me levanté con torpeza, arrastrando esa incomodidad que aparece cuando el corazón va más rápido que la razón. En la cocina, el café volvió a saberme a excusa. Todo parecía normal, excesivamente normal, y sin embargo yo ya no lo era.

Clara tenía razón. Lo sabía. Siempre la tenía. Y aun así, había algo dentro de mí que se resistía a aceptar la prudencia como único camino.

El sobre seguía sobre la mesa del living. No lo había vuelto a abrir, pero su presencia era suficiente para recordarme que ciertas historias no empiezan cuando creemos, sino mucho antes.

—No mires —me dije—. Hoy no.

Mentí. Lo abrí de nuevo.

Las fotos seguían siendo las mismas, pero algo había cambiado: ahora yo también era parte del problema. No sabía cómo ni por qué, pero lo sentía con una claridad incómoda.

El teléfono vibró.

Número desconocido.

No contesté.

Vibró otra vez.

—Valiente —murmuré, antes de atender.

—Buenos días —dijo su voz, tranquila, demasiado cercana—. ¿Dormiste bien?

Mi cuerpo reaccionó antes que mi cabeza.

—No deberías llamarme —respondí, más firme de lo que me sentía.

—Lo sé.

Silencio.

—Entonces… ¿por qué lo hacés?

—Porque cuando te fuiste, tus ojos me dijeron que no querías irte.

Cerré los ojos. Ahí estaba. Esa frase. Esa maldita precisión que me desarmaba sin tocarme.

—No podés saber eso —susurré.

—Puedo —respondió—. Aprendí a escuchar lo que la gente no dice.

—Eso no siempre es una virtud.

—Depende de a quién mires.

Colgué sin despedirme. No por enojo, sino por miedo. El verdadero. El que no se grita ni se discute: el miedo a ser vista.

Pasé la mañana intentando concentrarme en el trabajo, pero mis pensamientos se desviaban con facilidad peligrosa. Cada gesto cotidiano se sentía distinto, como si una parte de mí estuviera esperando algo que no sabía nombrar.

Al mediodía, Clara apareció sin avisar.

—Tenés cara de desastre emocional —anunció, dejándose caer en el sillón.

—Gracias por tu delicadeza.

—¿Te llamó?

No respondí. No hacía falta.

—Escuchame —dijo, más seria—. No digo que sea malo. Digo que no sabés quién es.

—Nadie sabe quién es nadie al principio.

—Algunos secretos pesan más que otros.

La frase quedó flotando entre nosotras.

Esa tarde salí a caminar sin rumbo, necesitaba aire, distancia, algo que me devolviera la sensación de control. Fue inútil. Lo vi antes de darme cuenta de que lo estaba buscando.

Estaba apoyado contra una pared, como si supiera exactamente por dónde iba a pasar.

—Esto empieza a parecer persecución —dije, intentando sonar liviana.

—Prefiero llamarlo insistencia honesta.

—No es mejor.

Sonrió. Esa sonrisa que no prometía salvación, pero sí verdad.

—Solo quiero hablar —dijo—. Sin sobreentendidos. Sin silencios.

—Los silencios también dicen cosas.

—Por eso vine.

Caminamos juntos, sin tocarnos. La distancia era mínima, pero suficiente para que cada movimiento se sintiera cargado de intención. Me habló de su trabajo, de una vida que no encajaba del todo en ninguna parte, de decisiones tomadas tarde y arrepentimientos discretos.

—No vine a desordenarte la vida —dijo—. Pero tampoco voy a fingir que no sentí nada.

Me detuve.

—Eso es lo que me asusta —confesé—. Que no parecés alguien que pasa y ya.

Me miró entonces. Y ahí fue cuando sus ojos dijeron lo que no debía escuchar.

No era amor. No todavía.

Era reconocimiento.

Como si me hubiera encontrado antes de buscarme.

—No te voy a pedir nada —dijo—. Solo que no te mientas.

Ese fue el golpe más fuerte.

El sonido de un mensaje interrumpió el momento. Esta vez no era Clara. Era una alerta, una notificación que no entendí de inmediato. Algo relacionado con esas fotos. Algo que se movía demasiado rápido.

—Tengo que irme —dije.

—Lo sé.

—¿Nos vamos a ver otra vez?

No respondió enseguida. Me miró con una calma inquietante.

—Eso ya no depende solo de nosotros.

Me alejé con el pulso acelerado, sabiendo que había cruzado una línea invisible. Esa noche, al llegar a casa, encontré la puerta apenas entreabierta.

El sobre ya no estaba.

Y supe, sin necesidad de confirmarlo, que alguien más estaba escuchando.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.