Prometí quedarme, aunque no debía.

CAPÍTULO 3 Una promesa que rompió mi corazón

Las promesas no siempre se pronuncian en voz alta. Algunas se construyen en silencios prolongados, en miradas que sostienen más de lo que deberían, en decisiones pequeñas que parecen inocentes hasta que ya es tarde para deshacerlas.

Yo había prometido algo esa noche. No a él. No a Clara.

Me lo había prometido a mí misma.

Y aun así, estaba a punto de romperlo todo.

La puerta de mi departamento seguía cerrada cuando llegué, pero la sensación de invasión no desapareció. El aire estaba distinto, como si alguien hubiera respirado mis secretos antes que yo. Encendí la luz con cautela, revisé cada rincón sin encontrar señales evidentes, aunque el vacío del sobre ausente pesaba más que cualquier huella visible.

Me senté en el borde de la cama con el corazón acelerado, sosteniendo el celular como un salvavidas inútil. Pensé en llamarlo. Pensé en no hacerlo. Pensé en Clara, en su advertencia constante, en su forma de mirarme cuando sabe que ya tomé una decisión equivocada.

El teléfono vibró antes de que pudiera elegir.

—Decime que fuiste vos —dije apenas atendí—. Decime que entraste y que esto es solo una pésima idea tuya de protegerme.

Silencio.

—No fui yo —respondió él finalmente—. ¿Qué pasó?

El tono serio me heló. Le expliqué lo ocurrido en frases desordenadas, intentando no sonar tan vulnerable como me sentía. Cuando terminé, no hubo palabras tranquilizadoras. Solo una certeza incómoda.

—Entonces ya empezó —dijo.

—¿Qué cosa?

—Aquello de lo que intenté mantenerte al margen.

—No podés decir eso como si fuera normal.

—No lo es. Por eso te pedí tiempo.

—No pediste tiempo —repliqué—. Pediste confianza.

Volvió el silencio. Ese que no grita, pero exige.

—Mañana tenemos que vernos —dijo—. No acá. En otro lugar.

—¿Por qué?

—Porque hay promesas que no deberían romperse… y otras que ya no pueden sostenerse.

Colgué con un nudo en la garganta. Dormí mal, con sueños fragmentados, despertando cada vez que creía escuchar pasos. A la mañana siguiente, me miré al espejo y reconocí esa expresión: la de alguien que sabe que va directo al dolor, pero no puede evitarlo.

Nos encontramos en un café pequeño, alejado del centro. El lugar tenía una calidez engañosa, de esas que invitan a la intimidad sin garantías. Él ya estaba ahí cuando llegué, con dos tazas sobre la mesa.

—Recordé que no te gusta el azúcar —dijo.

Ese detalle, mínimo y absurdo, fue lo primero que me quebró.

—No hagas eso —murmuré—. No me cuides si no vas a quedarte.

Sus ojos se endurecieron apenas.

—Ese es el problema —respondió—. Yo no sé quedarme a medias.

La conversación avanzó con dificultad. Me habló de su pasado sin dramatismos, de decisiones tomadas por lealtad mal entendida, de promesas hechas cuando todavía no sabía cuánto podían costar.

—Hay cosas que no puedo cambiar —dijo—. Personas a las que no puedo fallar.

—¿Y yo qué soy? —pregunté—. ¿Un error? ¿Una distracción?

—Sos la consecuencia.

Esa palabra quedó suspendida entre nosotros como una amenaza.

—Te prometí que no iba a mentirte —continuó—. Y no lo haré. Pero tampoco puedo darte todo lo que merecés.

Reí, una risa breve, casi irónica.

—Siempre dicen eso antes de lastimar.

—No —negó—. Lo dicen antes de quedarse cuando no deberían.

Ahí entendí. La promesa no era futura. Ya estaba rota.

—Entonces no lo hagas —dije—. No te quedes.

—No puedo.

Sus ojos volvieron a decirlo todo. No amor. No aún. Pero una certeza peligrosa: la de alguien que ya eligió, incluso en contra de sí mismo.

El beso no fue apasionado ni impulsivo. Fue lento, contenido, como si ambos supiéramos que no era un comienzo, sino una despedida mal disfrazada. Cuando nos separamos, algo se había quebrado en mí con una precisión quirúrgica.

—Esto va a doler —susurré.

—Ya duele —respondió.

Al salir del café, vi a Clara del otro lado de la calle. No sabía cuánto había escuchado, pero su expresión fue suficiente. No hizo falta explicarle nada.

—Te advertí —dijo con suavidad.

—Lo sé.

—¿Entonces?

Miré hacia atrás. Él ya no estaba.

—Entonces me quedo —dije—. Aunque no debería.

Clara cerró los ojos, como si hubiera perdido una discusión que sabía inevitable.

Esa noche, al llegar a casa, encontré una nota deslizada bajo la puerta.

“Las promesas se pagan. Y alguien ya empezó a cobrar.”

Mi corazón volvió a romperse, esta vez sin siquiera haber sanado del todo.




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