Prometí quedarme, aunque no debía.

CAPÍTULO 4 El secreto que escondía tras su sonrisa

Las sonrisas pueden ser refugios. O trincheras.

Lo entendí esa mañana mientras me miraba reflejada en la vitrina de una tienda cerrada, intentando reconocerme. Tenía la boca curvada hacia arriba, los labios en una mueca amable que no coincidía con el peso que llevaba en el pecho. Sonreía por costumbre, por educación, por supervivencia. Como él.

Habían pasado dos días desde el café. Dos días sin mensajes, sin llamadas, sin excusas. Dos días en los que me repetí que así debía ser, que la distancia era una forma sensata de proteger lo poco que aún quedaba intacto en mí. Y aun así, cada pensamiento terminaba en el mismo lugar: su sonrisa tranquila, esa que parecía decir todo está bajo control incluso cuando nada lo estaba.

—Estás insoportable —dijo Clara por teléfono—. Y eso que todavía no lo volviste a ver.

—No lo voy a ver.

—Ajá. ¿Y esa convicción viene con garantía?

Suspiré. Clara tenía la virtud —o el defecto— de desnudar mis mentiras con una facilidad humillante.

—Decime una cosa —continuó—. Cuando sonríe… ¿qué ves?

La pregunta me tomó desprevenida.

—No lo sé —respondí—. Seguridad.

—Eso es lo que muestra —dijo ella—. No lo que esconde.

Colgué con esa frase latiéndome en la cabeza. Pasé el día trabajando sin demasiada concentración, respondiendo correos automáticos, participando en reuniones donde nadie notó mi ausencia real. A veces pensaba que la vida adulta era eso: aprender a estar sin estar.

Fue al caer la tarde cuando lo vi.

No fue un encuentro cinematográfico. No hubo música ni cámara lenta. Estaba en la fila de una librería, discutiendo con la vendedora porque el libro que buscaba no había llegado. La escena tenía algo ridículo y adorable a la vez, y por un instante olvidé todo lo demás.

—No puedo creer que seas tan dramático por un libro —dije, acercándome.

Se giró, sorprendido, y luego sonrió. Esa sonrisa.

—Prometo que solo exagero cuando algo me importa.

—Eso explica muchas cosas.

Caminamos juntos sin plan previo. Hubo comentarios livianos, ironías suaves, pequeñas risas que aliviaron la tensión acumulada. Por momentos parecía una comedia romántica mal sincronizada, de esas donde los protagonistas fingen normalidad mientras el espectador sabe que el conflicto es inevitable.

—Tenés talento para aparecer cuando estoy a punto de convencerme de que no existís —le dije.

—Y vos tenés una habilidad notable para desaparecer cuando empiezo a necesitarte.

La frase fue dicha con ligereza, pero sus ojos no sonrieron esta vez.

Ahí lo vi.

El secreto.

No estaba en sus palabras, ni en su historia incompleta. Estaba en ese segundo exacto en el que su sonrisa se sostuvo más de lo necesario, como si fuera una máscara a punto de resquebrajarse.

—¿De qué estás huyendo? —pregunté, sin pensar.

Se detuvo. El ruido de la ciudad siguió su curso, indiferente a nuestra pausa.

—De mí —respondió.

No fue una confesión dramática. Fue honesta. Brutalmente honesta.

Nos sentamos en un banco, frente a un parque casi vacío. Me habló de responsabilidades que no eligió, de errores cometidos intentando ser leal, de una vida que se había armado a base de promesas ajenas.

—Sonrío porque es más fácil que explicar —dijo—. Porque si dejo de hacerlo, alguien va a hacer preguntas que no puedo responder.

—¿Y yo? —pregunté—. ¿También soy una pregunta incómoda?

Me miró largo rato antes de hablar.

—Sos la única que podría cambiar mis respuestas.

Sentí miedo. No del amor, sino del impacto. De esa capacidad peligrosa de alterar el equilibrio precario de otro.

—No soy una solución —dije—. Apenas me entiendo a mí misma.

—A veces eso alcanza.

Reímos. Un poco por nervios, un poco por alivio. Hubo un momento torpe en el que intentó tomar mi mano y yo casi derribo mi bolso. Esa imperfección nos salvó por segundos del abismo emocional.

—Somos un desastre —dije.

—Pero uno encantador.

La noche cayó sin pedir permiso. Al despedirnos, me besó la frente, un gesto íntimo que dolió más que cualquier beso en los labios.

—Hay cosas que necesito decirte —murmuró—. Pero no hoy.

—¿Cuándo?

—Cuando estés preparada para odiarme un poco.

Me fui con el corazón enredado. En casa, encontré a Clara sentada en el sillón, revisando su celular con expresión tensa.

—Tenemos un problema —dijo—. Y esta vez no es solo emocional.

Me mostró un mensaje anónimo. Una foto reciente. Nosotros dos, caminando juntos.

“La sonrisa no es lo único que esconde. Y vos tampoco estás a salvo.”

Me senté despacio, sintiendo cómo la historia cambiaba de tono.

Porque ya no se trataba solo de lo que él ocultaba.

Alguien más sabía demasiado.

Y sonreía desde las sombras.




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