La indiferencia no llega de golpe.
Se instala despacio, como una humedad invisible que empieza a manchar las paredes justo cuando ya es tarde para salvarlas.
Al principio creí que estaba exagerando. Que su silencio tenía una explicación lógica, adulta, razonable. Siempre las hay cuando una se esfuerza lo suficiente por entender al otro antes que a sí misma. Me repetí que estaba ocupado, que necesitaba tiempo, que las cosas importantes no se resuelven con mensajes apurados ni llamadas desesperadas.
Mentí con elegancia.
Eso también se aprende.
Pasaron dos días sin noticias suyas. Dos días en los que miré el teléfono como si fuera un animal dormido, esperando que despertara por voluntad propia. No escribí. No llamé. Me juré que no lo haría. Había una dignidad mínima que aún quería conservar.
—No seas dramática —me dije frente al espejo—. Nadie muere por un silencio.
Pero yo sí me estaba muriendo. Un poco. Por dentro.
En el trabajo me felicitaron por un informe que no recordaba haber escrito. Sonreí, agradecí, hice bromas. La comedia romántica de mi vida seguía en escena, aunque el guion se estuviera cayendo a pedazos detrás del telón.
—Tenés cara de estar protagonizando una tragedia griega en versión moderna —comentó una compañera.
—Con menos épica y más ansiedad —respondí.
Reímos. Yo un poco menos.
Clara me llamó esa tarde.
—No apareció, ¿no?
—No.
—Eso también es una respuesta.
—Es la que más duele.
Hubo un silencio breve, respetuoso.
—¿Querés que vaya?
—No —respondí—. Si me ves así, voy a convencerme de que es grave.
—Lo es.
Colgamos sin resolver nada. Como casi todo últimamente.
Esa noche salí a caminar sin rumbo. La ciudad tenía esa belleza indiferente que resulta ofensiva cuando una está rota. Parejas riendo, gente apurada, vidas completas que no sabían nada de mi espera absurda.
Fue entonces cuando lo vi.
No estaba solo.
No estaban abrazados ni tomados de la mano. Ni siquiera parecían íntimos. Y aun así, algo en la forma en que ella se inclinaba hacia él, en cómo él la escuchaba con atención paciente, me atravesó el pecho con una precisión cruel.
Ella hablaba.
Él asentía.
Esa era su indiferencia hacia mí: la capacidad intacta de estar presente para otros.
Me detuve a mitad de la vereda, sintiéndome ridícula por haber salido, por haber esperado, por haber creído. Pensé en irme sin que me viera. Pensé en enfrentar la escena. Pensé en hacer cualquiera de las dos cosas con dignidad.
No hice ninguna.
Él me vio primero.
Sus ojos se abrieron apenas, lo justo para delatar la sorpresa. No vino hacia mí. No me llamó. No hizo nada.
Nada.
Ese fue el golpe.
La indiferencia no fue frialdad. Fue cálculo.
Me acerqué con pasos firmes que no sentía míos.
—Hola —dije.
—Hola —respondió—. No sabía que estabas acá.
—Yo tampoco.
Ella me miró con curiosidad educada. Demasiado educada.
—Nos conocemos —dijo él—. Ella es…
—No hace falta —interrumpí—. No vine a presentarme.
Silencio incómodo. Una comedia romántica mal actuada, sin risas grabadas.
—Después hablamos —dijo él, como si fuera una promesa menor.
—No —respondí—. Ahora está bien.
Me di vuelta y me fui antes de que pudiera decir algo más. No corrí. No lloré. Caminé como quien acaba de aceptar una verdad incómoda.
Llegué a casa con el pecho apretado y las manos frías. Me dejé caer en el sillón, sin prender la luz. El teléfono vibró.
Era él.
No atendí.
Vibró otra vez.
Lo apagué.
La tristeza no fue escandalosa. Fue prolija. Se acomodó dentro mío como un huésped que piensa quedarse. Pensé en todas las veces que había defendido su silencio, en cada excusa que había construido para protegerlo incluso de mis propias dudas.
Pensé en mí.
En cuánto había cedido sin pedir nada a cambio.
Cerca de la medianoche, alguien golpeó la puerta. Suave. Insistente.
No abrí.
—Sé que estás ahí —dijo su voz.
Me quedé inmóvil.
—No fue lo que pensás.
—Siempre dicen eso —respondí desde adentro—. Y siempre lo es.
—No soy indiferente —dijo—. Estoy asustado.
Me apoyé contra la puerta, cerré los ojos.
—Tu miedo me está matando —susurré—. Porque lo pagué yo.
Hubo silencio. Largo. Honesto.
—Tenés razón —dijo finalmente—. Y no sé cómo arreglarlo.
No abrí la puerta.
Esa noche dormí poco y mal. Pero por primera vez en días, no esperé que el teléfono sonara.
A la mañana siguiente, encontré un mensaje suyo.
“Si me voy, es por miedo. Si me quedo, es por vos.”
Lo leí varias veces.
Y entendí que su indiferencia no era ausencia de sentimiento.
Era incapacidad de elegir.
Y esa, supe entonces, podía matarme por dentro mucho más que cualquier despedida.