Prometí quedarme, aunque no debía.

CAPÍTULO 8 El primer beso que no debía aceptar

El problema no fue el beso.

El problema fue todo lo que ocurrió en los segundos previos.

Ese instante en el que el mundo parece contener la respiración y una sabe —con una claridad insoportable— que está a punto de cometer un error delicioso. El tipo de error que no se explica, que no se justifica, que no se olvida.

Habíamos quedado en vernos “para hablar”. Nada más peligroso que esa frase. “Hablar” suele ser la antesala de lo que no se puede decir con palabras.

El lugar fue su idea: un bar pequeño, antiguo, con mesas de madera gastada y luces bajas que parecían diseñadas para borrar culpas ajenas. Yo llegué antes. Siempre llego antes cuando estoy nerviosa. Me senté de espaldas a la pared, como quien necesita una salida de emergencia emocional.

Cuando entró, lo supe.

No porque lo mirara —me prometí no hacerlo—, sino porque el aire cambió. Hay presencias que no piden permiso. Simplemente ocupan el espacio que siempre les perteneció.

—Hola —dijo.

—Hola.

Nada más. Ni reproches, ni disculpas. La educación mínima de dos personas que se desean y se temen en partes iguales.

—Gracias por venir —agregó.

—No estoy segura de haber hecho bien.

Sonrió apenas. Esa sonrisa que siempre parecía esconder algo. O protegerlo.

Pedimos vino. Malísima idea. El vino no arregla nada, solo vuelve honestos a los cobardes.

—No te escribí —dijo al fin— porque no sabía qué decir sin lastimarte.

—Y elegiste lastimarme con silencio —respondí—. Creativo.

Se pasó una mano por el cabello. Señal inequívoca de incomodidad.

—No fue indiferencia —repitió—. Fue miedo.

—El miedo también es una elección —dije—. Y vos la hiciste.

No discutió. Eso me desarmó más que cualquier defensa.

—No quiero perderte —dijo—. Pero tampoco quiero mentirte.

—Entonces no me pidas que me quede en un lugar donde siempre soy la duda.

Sus ojos se oscurecieron. No de enojo. De algo más peligroso.

—Nunca fuiste una duda.

Nos quedamos en silencio. Afuera llovía con suavidad, como si el clima hubiera decidido acompañar el dramatismo de la escena.

—¿Sabés qué es lo peor? —continué—. Que incluso ahora… sigo queriendo creer.

—Yo también.

Reí, sin humor.

—Esto no debería estar pasando.

—Nunca lo correcto fue lo más fuerte —respondió.

El vino ayudó. O perjudicó. Difícil saberlo.

Hablamos de cosas pequeñas. De anécdotas tontas. De recuerdos que no tenían peso, como si quisiéramos convencernos de que aún éramos personas normales, no dos adultos al borde de una decisión equivocada.

Cuando salimos, la lluvia se había intensificado. No llevé paraguas. Nunca llevo. Él sí.

—Podés quedarte abajo —dijo—. Te acompaño hasta el auto.

Caminamos juntos, demasiado cerca, compartiendo un espacio mínimo bajo la tela negra. El olor a lluvia, a vino, a él. Todo conspiraba.

—No debería —dije, más para mí que para él.

—Decime que pare —respondió—. Y paro.

No lo hice.

Nos detuvimos frente a mi auto. El mundo parecía reducido a ese rectángulo de asfalto húmedo y respiraciones agitadas.

—Esto es una mala idea —susurré.

—Sí.

No se movió. Yo tampoco.

—Va a complicarlo todo —agregué.

—Ya está complicado.

Levantó la mano, despacio, como si me pidiera permiso sin palabras. Sus dedos rozaron mi mejilla. El contacto fue mínimo. Devastador.

—Decime que no —dijo—. Y no pasa nada.

No lo hice.

El beso no fue urgente. No fue torpe. Fue lento, contenido, como si ambos supiéramos que cruzar ese límite nos iba a cambiar.

Cuando sus labios tocaron los míos, sentí una mezcla absurda de alivio y culpa. El tipo de emoción que no entra en una sola palabra. Me besó como quien pide perdón y promete al mismo tiempo. Como quien sabe que no debería, pero no puede evitarlo.

Respondí.

Ese fue mi error.

Me separé primero. El corazón golpeándome las costillas.

—No —dije—. Esto no.

—Lo siento —murmuró—. No pude evitarlo.

—Yo tampoco —admití—. Y eso es lo peor.

Nos miramos. Dos personas conscientes del desastre que estaban construyendo con plena lucidez.

—Si seguimos —dije—, alguien va a salir herido.

—Ya estamos heridos.

Subí al auto sin despedirme. Cerré la puerta. Apoyé la frente en el volante.

El teléfono vibró antes de arrancar.

Un mensaje.

Número oculto.

“Así empieza siempre. Después no digas que no te avisé.”

Tragué saliva. Arranqué.

Mientras conducía bajo la lluvia, comprendí algo que me heló la sangre:

no solo había aceptado un beso que no debía.

Había aceptado una historia que prometía doler.

Y aun así… una parte de mí ya estaba dispuesta a quedarse.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.