Prometí quedarme, aunque no debía.

CAPÍTULO 9 Lo que sus palabras ocultaban

Las palabras pueden ser un refugio.

O una trampa.

Aprendí eso la mañana siguiente al beso, cuando desperté con la sensación incómoda de haber soñado algo hermoso y haberlo arruinado apenas abrí los ojos. El cuarto estaba en silencio, pero dentro mío todo era ruido. Pensamientos superpuestos, imágenes inconclusas, frases suyas que volvían como ecos maliciosos.

Decime que pare…

No quiero perderte…

Ya está complicado…

Las palabras correctas. Siempre tan bien dichas. Siempre tan insuficientes.

Me levanté temprano, como si el día pudiera ordenarme lo que yo no lograba. Preparé café, demasiado fuerte. Me miré al espejo y reconocí esa expresión que ya conocía: la de alguien que está a punto de mentirse con convicción.

El mensaje llegó cuando estaba saliendo.

“Necesitamos hablar.”

Nada más.

No pregunté dónde ni cuándo. Contesté que sí. Otra vez sí. Empezaba a sospechar que ese era mi verdadero problema.

Nos encontramos al mediodía, en un café luminoso, lleno de gente. Él eligió lugares públicos cuando quería mantener el control. Yo ya había aprendido a leer esas decisiones pequeñas que decían más que cualquier discurso.

—Estás bien —dijo, observándome con atención exagerada.

—Eso parece —respondí.

Sonrió. La sonrisa social. La que se usa para tranquilizar.

—Lo de anoche… —empezó.

—No lo expliques —lo interrumpí—. Decime algo que no esté ensayado.

Se quedó quieto. Por primera vez desde que lo conocía, parecía no tener una respuesta inmediata.

—No quiero hacerte daño —dijo finalmente.

—Esa frase —respondí— suele preceder exactamente a eso.

Suspiró.

—Hay cosas que no puedo decirte.

—No decir también es decir —repliqué—. Y últimamente, eso es lo único que hacés con honestidad.

Pidió dos cafés. Ganar tiempo es un arte.

—No soy el hombre que creés —dijo al fin.

—Nadie lo es —contesté—. Pero tampoco soy la mujer que se conforma con migajas de verdad.

Me miró con algo parecido a la culpa. O tal vez era miedo. A esas alturas, ambas cosas se parecían demasiado.

—Si supieras todo —dijo—, te irías.

—O me quedaría —repliqué—. Pero al menos sería mi elección.

Bajó la mirada. Ahí estaba. Ese gesto mínimo que ya reconocía: el peso de lo no dicho acomodándose en su espalda.

—Estoy atrapado en algo que empezó mucho antes que vos —confesó—. Y que todavía no sé cómo terminar.

—¿Y yo qué lugar ocupo en eso?

—El más peligroso.

Reí, amarga.

—Siempre termino siendo eso.

Habló de responsabilidades. De decisiones postergadas. De errores antiguos que se vuelven cadenas cuando no se enfrentan a tiempo. Habló mucho. Con cuidado. Con palabras medidas.

Pero no dijo lo esencial.

—Decime —le pedí—: ¿me estás eligiendo o solo te estás refugiando?

El silencio fue su respuesta más honesta.

—No quiero perder lo que tenemos —dijo finalmente.

—Eso no es una elección —respondí—. Es una evasión elegante.

Nos miramos. Dos adultos conscientes del daño que estaban construyendo con buenas intenciones.

—Anoche —continué—, cuando me besaste… sentí que había algo más que deseo.

—Lo hay.

—Entonces dejá de esconderlo detrás de frases correctas.

—Si lo digo en voz alta —admitió—, no voy a poder volver atrás.

—Tal vez eso sea exactamente lo que necesitás.

Pagó la cuenta. Gesto automático. Control.

—No hoy —dijo—. Hoy no puedo.

Me levanté. Sentí una calma extraña. Triste, pero firme.

—Entonces hoy empiezo yo.

—¿A qué te referís?

—A dejar de interpretar silencios —respondí—. A creer más en lo que hacés que en lo que decís.

Caminamos juntos hasta la puerta. Afuera, la ciudad seguía con su ritmo indiferente.

—No te alejes —pidió.

—No me empujes —contesté.

Esa noche, Clara me escuchó sin interrumpir. Eso fue nuevo.

—Él habla bonito —dijo al final—. Pero lo importante siempre está entre líneas.

—Eso es lo que me está rompiendo.

—No —corrigió—. Lo que te rompe es que ya lo entendiste.

Cuando me quedé sola, releí sus mensajes antiguos. Descubrí patrones. Frases que se repetían. Promesas abiertas. Nunca cerradas.

Y entonces lo vi con claridad dolorosa:

sus palabras ocultaban no solo miedo, sino una decisión tomada… en la que yo todavía no figuraba del todo.

El teléfono vibró cerca de la medianoche.

Era él.

No atendí.

No por venganza.

Sino porque, por primera vez, necesitaba escuchar el silencio sin traducirlo.

Y supe que ese silencio, finalmente, estaba diciendo la verdad.




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