No fue su voz.
Ni sus palabras bien dichas.
Fue su mirada.
Esa forma peligrosa de mirarme como si supiera exactamente quién era yo cuando nadie más estaba mirando. Como si pudiera leer mis contradicciones sin juzgarlas. Como si, aun en medio del caos, encontrara algo digno de quedarse.
Me crucé con él por casualidad. O eso quise creer.
Había salido sin rumbo, con la excusa de despejarme, aunque ya sabía que no existe paseo capaz de despejar a alguien que piensa demasiado. Entré a una librería pequeña, de esas que sobreviven por romanticismo más que por ventas. El olor a papel viejo siempre me calmó.
Hasta que lo vi.
Estaba al final del pasillo, hojeando un libro con atención exagerada. Como si de verdad estuviera leyendo y no simplemente buscando refugio en una actividad silenciosa. Cuando levantó la vista y nuestros ojos se encontraron, sentí ese tirón invisible que no se explica, pero se reconoce de inmediato.
No sonrió.
No se acercó.
Solo me miró.
Y fue suficiente.
—Hola —dijo al fin, cuando ya era imposible fingir indiferencia.
—Hola.
El sonido de nuestras voces rompió algo frágil que había estado sosteniéndose entre nosotros.
—No sabía que te gustaban estos lugares —comentó.
—No sabía que me estabas observando —respondí.
Sonrió. Esa sonrisa ladeada que no prometía nada y lo insinuaba todo.
—Siempre te observo —admitió—. Aun cuando no debería.
Ese fue el primer golpe bajo. Sutil. Elegante. Mortal.
Caminamos juntos sin tocar libros, sin mirar estanterías. Como si el lugar fuera solo una excusa para estar cerca sin admitirlo. Cada tanto nuestras manos rozaban sin querer. O queriendo demasiado.
—Pensé que no ibas a atender más mis llamados —dijo.
—Pensé que necesitaba aprender a no correr cada vez que me buscás.
—¿Y lo lograste?
Lo miré.
—Todavía no.
Salimos de la librería sin comprar nada. Afuera, el cielo estaba gris, pero no amenazaba lluvia. Un clima suspendido, como nosotros.
—No vine a convencerte de nada —dijo—. Solo quería verte.
—Eso también es peligroso.
—Lo sé.
Nos sentamos en un banco de la plaza. Demasiado cerca. Demasiado conscientes del cuerpo del otro.
—Hay cosas que no te dije —comenzó—. No porque no quiera… sino porque no sabía cómo.
—Decime algo distinto —pedí—. Algo que no suene a excusa.
Me miró. De verdad. Sin defensas.
—Cuando te miro —dijo—, se me caen todas.
El aire se volvió denso. Sentí calor en el pecho. Esa sensación previa a una decisión equivocada.
—No me mires así —murmuré.
—No sé mirarte de otra forma.
Su mirada era directa, intensa, casi física. No me recorría el cuerpo. Me atravesaba.
—¿Sabés qué es lo peor? —continué—. Que me atrapás sin tocarme.
—Porque ya te tengo —respondió—. Aunque no debería.
Esa frase se quedó flotando entre nosotros.
—No me prometas nada —dije—. Ya no.
—No —aceptó—. Pero dejame ser honesto.
Asentí.
—No soy indiferente —continuó—. Estoy dividido. Y perderte es la única cosa que me asusta más que enfrentar lo que evito.
—Eso no me salva —respondí—. Pero explica muchas cosas.
Sonreímos. Tristes. Cómplices.
—Te miré anoche —confesó—. En esa foto que te mandaron.
Me tensé.
—¿Cómo sabías?
—Porque esa mirada… —dijo—. No era para ella.
Mi respiración se desacomodó.
—Era la misma que te doy a vos —agregó.
Ese fue el momento exacto en el que entendí que el problema no era lo que ocultaba.
Era lo que revelaba sin darse cuenta.
—No puedo ser tu refugio —dije—. Ni tu pausa.
—No lo sos —respondió—. Sos mi conflicto.
Reí. Una risa breve, nerviosa.
—Eso explica por qué no logro irme.
Me tomó la mano. Su gesto fue lento, cuidadoso, como si supiera que cualquier brusquedad me haría escapar.
—No te pido que te quedes —dijo—. Solo que no cierres los ojos cuando me mires.
Lo miré.
Y ahí estaba. Todo. El deseo, la duda, el peligro, la promesa implícita de algo que podía destruirnos o salvarnos.
—Tu mirada —susurré—. Es injusta.
—La tuya también —respondió—. Me obliga a ser alguien que todavía no sé si puedo.
Nos quedamos así unos segundos eternos. Dos personas atrapadas en un gesto silencioso que decía más que cualquier declaración.
Cuando me levanté, no me detuvo.
—Nos vemos —dije.
—Sí —respondió—. Nos vemos.
Caminé sin mirar atrás. Pero su mirada me acompañó varias cuadras. Como una huella invisible.
Esa noche, al acostarme, entendí algo con claridad inquietante:
no había sido el beso lo que me había comprometido de verdad.
Había sido permitir que me mirara…
y descubrir que yo tampoco podía dejar de hacerlo.