Puedo Verte 1

DOS

  En un segundo, todo se volvió caos. 

  Cuando la gravedad hizo lo suyo y nos detuvo, me encontré debajo del desconocido aferrada a su remera con fuerza desmedida. Carraspeó molesto, su boca estaba muy cerca de la mía y no se movía, podía sentir como su corazón latía desbocado. Fue a decirme algo pero calló a tiempo, haciendo fuerza con sus brazos se puso de pie, tomó mis dos maletas gigantes y salió por la puerta automática sin mirar para atrás. Me levanté observando hacia todos lados, avergonzada no tanto por la caída sino por el calor de mi cuerpo luego de haber estado por segundos debajo del cuerpo de un hombre.

  Corrí detrás de mis pertenencias cuando lo vi cruzar la calle en dirección al estacionamiento.

  —Esperame —grité sin recibir respuesta, ni un gesto de su parte— por favor, frená —lo detuve aferrándome a una de las valijas que él llevaba.

  —No quiero parecer grosera, pero no te conozco. No sé cómo te llamás, ni por qué mi hermano te mandó a buscarme, lo que sí sé es que no existe ninguna posibilidad de que yo me suba a un auto con vos ¿Me entendés?

  Aguzó su mirada, analizándome. 

  —¡Perfecto! —disparó al mismo tiempo que soltaba mis valijas, se alejó a paso rápido dejándome sola.

  Me demoré una hora y media en encontrar el departamento donde viviría con Tomás, mi enojo había tomado niveles alarmantes.

  Por suerte, mi papá me había enviado, como último mensaje, la dirección exacta del departamento. Una vez la ubiqué en el mapa del teléfono, arrastré mis valijas hasta un taxi, las cargué porque el chofer no hizo mayor movimiento que el de apretar un botón para que la puerta del baúl se abriera. Me guiaba por el mapa virtual que llevaba en silencio cuando el conductor desvió el recorrido, peleé para que no siguiera paseándome y luego volví a pelear porque no pensaba pagarle el dinero extra que había resultado de su intento por engañarme.

  Bajé las valijas una vez más, suspiré frente al portón de ingreso del edificio, toqué el timbre del “séptimo b”, la chicharra sonó avisando que podía abrir la puerta. “Gracias, Tomás, por bajar a abrirme”, volví a maldecir a mi hermano en todos los idiomas, meter el equipaje en el ascensor y subir fue un juego de niños al lado de toda la travesía que había sorteado.

 




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