Puedo Verte 1

EXTRA DOS —en la voz de Matías—

 

  La situación siguió empeorando a pasos agigantados luego del primer intercambio, cuando me caí sobre ella a la salida del aeropuerto y mi cuerpo reaccionó a su contacto como si fuera un adolescente pajero e inexperto.

  También reaccionó cuando la encontré, de culo, metiendo un budín al horno. Ni que decir cada vez que la observo estudiar, frunciendo el ceño concentradisima en sus apuntes o cuando gira el lápiz que se enrosca en el pelo para formar un rodete. El primer día en que la vi haciéndolo —porque para mi desgracia lo hace seguido— me imaginé quitándoselo para verlo caer pesado por su espalda desnuda, en mi fantasía la tomo de la nuca para comerle esa boca que me hace encabritar cada vez que se abre. Me cuesta olvidarme de ese primer día, porque aunque me metí a mi habitación dispuesto a entregarme al trabajo, una necesidad ineludible de aliviarme llegó a mí y sólo logré hacerlo con la imagen de ella entre mis brazos. 

  Y fue así que empecé a dejar de salir y comencé a pintarla como un maniático obsesivo. Esa necesidad que crecía en mí, me asustaba. Dados mis antecedentes familiares no quería ni podía tener una relación estable, menos que menos una mujer a la que… ¿Amar?

  ¡Estás loco, Matías! 

  ¡Es la hermana de tu mejor amigo! 

  ¡Es una niñita!

  ¡Es una caprichosa insoportable!

  ¡Abrí los ojos!

  ¡No es para vos!  

  Todas esas frases y más, las repetía a diario frente al espejo, antes de dormir y cada vez que ella interrumpía mis pensamientos. De mucho no sirvieron, porque el día que la encontré sentada sobre las piernas del tal Luis, la testosterona se hizo presente en cada rincón de mi cuerpo y aunque sabía que iba a lamentar mis palabras me abalancé a decírselas con toda la intención de hacerla sentir mal. 

  ¿Me pueden juzgar? 

  ¡NO! ¡No pueden!

  La mina está que parte la tierra, con su melena roja fuego llena de rulos, los ojos mansos de un tono verde azulado y esa boca roja por la que me iría al infierno por voluntad propia. Y las pecas, no me olvido de las pecas. 

  ¡Sentada en las piernas de un pajero al que no conozco! 

  ¿De dónde salió? 

  Si Aitana no sale ni a sacar la basura, todo el día dentro de casa. Ni en mis peores pesadillas me imaginé la escena que me trompeó de frente. 

  A fin de cuentas, nada debería extrañarme. 

  Está más llena de sorpresas que la caja de Pandora y yo más que dispuesto a enfrentarme a todos sus males con tal de compartir aunque sea unos minutos robados de su vida.

  Que Tomás no pusiera resistencia a que el ¿amiguito? durmiera en la misma cama que ella, terminó por minar mi paciencia. Y aunque les va a parecer mal, les digo que noche tras noche me apoyé contra su puerta esperando escuchar qué es lo que hacían juntos y en-ce-rra-dos 

  ¡JUN-TOS Y EN-CE-RRA-DOS!

  (Si no me calmo, voy a hiperventilar).

 Que no cesara de hablar y que riera a carcajadas, me parecía igual de insoportable que si la hubiera escuchado gemir su nombre. Gracias a la vida, a Dios y a quien quieran mencionar lo segundo no sucedió porque estoy seguro de que hubiera perdido la cordura por completo. 

  La ausencia de la persona más importante de mi vida, la sentí siempre. Sin embargo, en ese momento tan alterado, celoso y envidioso como me sentía, comencé a hablar con la taza que alguna vez le había pertenecido con la esperanza de recibir un consejo que a Tomás no le podía pedir. 

  Aitana era inalcanzable y tenía que aceptarlo.

  Ni ella, ni sus budines eran para mí.

  ¡Cuánto los extrañé, me alegraban las mañanas!

  Odio pensar que él los disfrutaba en mi lugar, con sinceridad, esperaba que se atragantara.

  La noche de la fiesta a la que asistimos todos, verla exudando feminidad con el conjunto verde que se había comprado me dejó sin arma alguna para defenderme.

  Sí. 

  Todos acertaron.

  Aunque no pensaba decir ni una palabra, ya no tiene sentido hacerlos esperar.

  Fui yo.

  El de la fiesta... fui yo.

  Y no supe cómo decírselo.

  Verla llorar en el baño de casa, fue mucho más de lo que pude manejar. Ella se aferraba a mí sin saber que era yo el culpable de esas lágrimas. Nunca me había sentido tan miserable, no merecía la confianza que estaba depositando en mí.

  El miedo a enfrentar su desprecio, fue más fuerte y guardé silencio. 

  Aitana es una diosa griega y se me ha metido en el centro del pecho, ya no hay más nada por hacer.    

 




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