Puedo Verte 2

CATORCE

 

  —Nunca estuvimos separados —sentí el calor de su mano tomando la mía— Vivo en vos, hijo de mi corazón. Vivo en tus recuerdos y en tus latidos. 

  —Tendría que haber pedido ayuda antes, tendría que haberte ayudado —lloré con el corazón desgarrado volviéndome hacia ella.

  —No, protegerte era mi responsabilidad y la de Hernán, vos eras un niño. Pero ahora sí es tu turno y sé que lo vas a hacer bien.

  —Mamá no puedo, tengo miedo.

  —Voy a seguir a tu lado en cada paso, no te voy a soltar la mano jamás, pero ahora es momento de regresar.

  —¡NO! ¡No vuelvas a dejarme! ¡Mamá, te necesito! —caí de rodillas y me abracé a sus piernas. 

  Una luz iluminó la instancia, la mano cálida de mi madre bajo mi mentón me obligó a mirar hacia ella y como si de un agujero en el espacio se tratara pude ver a Aitana llorando desconsolada mientras se abrazaba a mi cuerpo en la cama del hospital. Al lado permanecía viva, la otra imagen, la que me había arrebatado la infancia y el alma en el mismo momento, yo en idéntica posición a mi mujer, me mantenía aferrado al cuerpo sin vida de progenitora.

  —¡Aquí y ahora!, mi niño —susurró ella en mi oído—. Sos Matías Dottavio, llevás en tí tu historia, ni la de un asesino, ni la mía, la tuya propia. Sin embargo, para poder vivirla necesitás dejar el pasado atrás. 

  Tras echarle un último vistazo a ambas imágenes, volví el rostro a mi madre.

  —Te amo, mamá.

  —Te amo, Mati. 

  Un abrazo nos unió y tuve la certeza de que no sería el último.

  —¡Aquí y ahora! —dijo antes de empezar a alejarse, su luz se apagó y otra vez todo se volvió negro.

  Abrí los ojos desconcertado. 

  “¡Mamá!”, quise gritar pero la garganta seca me llevó a producir un sonido extraño.

  Un cuerpo se levantó, cual resorte, para llegar hasta mí.

  —¡El cagaso que nos has hecho pegar! ¡Llegabas a dejar a mi hermana sola en estos momentos y te hubiera buscado hasta en el infierno, estúpido! —fue la cálida bienvenida de Tomás al mundo de los vivos.

  Me puse la mano alrededor de la garganta, suplicando un poco de líquido para hidratarla. Tomás chasqueó la lengua y tomó el teléfono para llamar a la enfermera.

  —El médico viene en camino —suspiró y sin decir nada, se tiró sobre mí para abrazarme. Se me escapó un quejido, al sentir un agudo dolor sobre mi brazo derecho—. ¡Perdón! Disculpame, me olvidé… —no terminó la frase, dirigió sus ojos hacia mi costado y titubeó, algo estaba mal con mi brazo.

  Primero ingresó la enfermera, seguida del médico y juntos hicieron un pequeño chequeo para asegurarse de que todo estaba bien. La mujer me acercó un vaso de agua, que agradecí y cuando pude hablar pregunté por lo único que me interesaba.

  —¿Aitana?

  Mi mujer que cruzaba la puerta en ese momento, se abalanzó sobre mí, provocándome otra oleada de dolor que soporté estoico por la necesidad de tenerla cerca mío. Lamenté el momento en que se alejó, deseaba su calor. Posó ambas manos sobre mi rostro, me acaricIó con fervor y me acomodó el cabello. No me gustó su aspecto un tanto enfermiso, mis ojos la recorrieron hasta dar con su vientre, ahogué un gemido al recordar que allí habitaba mi hijo, el miedo me impidió preguntar sobre su salud por temor a la respuesta. Ella tomó mi mano y la llevó al lugar donde mis ojos seguían anclados.

 




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