Aitana trabaja ocho horas diarias, yo al tener el estudio en casa, me dedico también al cuidado de nuestros hijos.
¿Y saben qué?
¡Nunca he sido tan feliz en la vida!
Mi pequeña Ámbar, ya tiene cuatro años y maneja a todos a su antojo, principalmente al tío “Toti”, como apodó a Tomás. Victoria es su fuente inagotable de historias, quisiera pensar que son producto de la imaginación de la novia de mi cuñado, aunque estoy bastante seguro de que no es así. A Levi, que es tres años menor que su hermana, lo maneja como si de un muñeco se tratara.
¡No les puedo sacar los ojos de encima ni un segundo!
Aunque si les digo la verdad, tampoco quiero. No se lo he confesado ni siquiera a la madre, pero sé que soy incapaz de dejar de mirarlos.
¡Mis hijos son mi vida!
Me fascina que duerman en la cama con nosotros, adoro tener que preparar miles de mamaderas a diario y soy feliz cada vez que les tengo que cambiar la ropa porque se embarraron jugando en el jardín de casa o cuando Levi vienen con arena hasta en el pañal, después de un recorrido por la plaza. Mi pequeña hija, con su largo pelo, lleno de rulos color fuego desde que pudo mantenerse erguida por sus propios medios pinta a la par mía en el taller, algo que no puede faltar en mi rutina.
Un recuerdo que me encanta invocar, me lleva unos meses antes del nacimiento de Levi, cuando Aitana la encontró, a Ámbar, pintando sobre un lienzo que ya estaba listo para entregar a un cliente. Mi mujer, con cara de pánico, vino a buscarme y me llevó de la mano hasta ponerme frente al “cuadro echado a perder”. Una Ámbar cabizbaja nos acompañaba haciendo puchero, luego de haber recibido un buen reto. Tomé en brazos a mi niña, inspiré el aroma que desprendía su cuello, provocándole cosquillas y la llevé en busca de un pincel. Otra vez frente al cuadro, le indiqué la esquina derecha.
—Ahí firma papá sus obras ¿Lo ves? —Asintió, con ojos lagrimeantes— Entonces, ahora te toca a vos poner tu firma al lado de la de papi —mis dos coloradas abrieron los ojos con desmesura, obvio que por motivos diferentes. Ya me encargaría yo de complacer a la mayor en la oscuridad del dormitorio, ahora sólo me interesaba que mi pequeña supiera que ningún cuadro y menos que menos un cliente era más importante para mí, que su felicidad.
—¡Estás criando una caprichosa, Matías! —me reprendió mi mujer horas después cuando salimos del taller llenos de pintura de la cabeza a los pies. Ámbar se abrazó a mi cuello, y sólo ese gesto de temor, me partió el alma. La mirada fulminante que le dirigió a su madre, con tan sólo tres años, me dio a entender de que Aitana estaba en lo cierto.
Me había costado varias sesiones de terapia, dejar de reflejar mi infancia en la de ellos. No me gustaba que nada alterara sus rutinas de paz y tenía una marcada tendencia de sobreprotección.
Por ello, al día siguiente, con Ámbar sobre mis piernas, tuve que explicarle la importancia de no pintar aquellos cuadros que estaban ya listos y decidimos juntos dónde los ubicaríamos para que ella no se confundiera. Por supuesto, esa actividad, la de pintar cuadros entre los dos y luego firmarlos, la habíamos tomado como una hermosa tarea de padre e hija.
Con el embarazo de Levi, los miedos volvieron pero no quise alertar a Aitana.
Me resultaba aterrador pensar que podría llegar a sentir celos de él. Temía que con Ámbar todo había sido más sencillo, no sólo por ella ser una niña, si no también por el parecido con Aitana.
Le pedía a mi madre, a diario para que me guiara y así poder ser el padre que mi hijo merecía. Me gusta pensar que ella intercedió por mí, porque no me hizo falta nada más que verlo salir de la guarida donde mi mujer lo había gestado para entender que ese niño, al que le habíamos puesto un nombre con un significado maravilloso, era dueño y señor de mi corazón.
Mi pequeño Levi, “que une a los suyos”, me ayudó a respirar con calma desde el primer chillido que pegó, exigiendo el cobijo materno con desesperación. Observar a Aitana, agotada por haber transitado un parto de más de quince horas, dispuesta a amamantarlo con sus últimas energías, protegiendo a nuestro bebé como una leona, me llenó el pecho de un orgullo que sólo me provocaba mi familia.
Ellos eran el centro de mi vida.
Desde que los habíamos creado, mi corazón había empezado a latir por cuatro y así los defendería cada día, como si fueran mi propio corazón.
María Florencia.
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Editado: 21.02.2024