¡qué familia de mierda!

Capítulo 15: Libre (1)

Esa mañana, después de apenas haber pegado un ojo la noche anterior debido a su sufrimiento estomacal que solo tendía a empeorar, Dolores amaneció con su mente saturada de pensamientos y con su pecho oprimido por el sentimiento de culpa a raíz de tantas cosas pasadas que ya no podían cambiarse. Ella no tenía duda alguna, por más que siguiera escarbando allí nunca iba a encontrar su tesoro más anhelado, jamás conseguiría una paz resistente al tiempo. Más resiliencia.

En algún punto la abuela había comenzado a preguntarse qué la llevó hasta allí. Si habrían sido sus elecciones o las reacciones que tuvo ante las elecciones que otros tomaron por ella, no lo sabía. En cuanto a ella lo único seguro es que ya estaba ahí, con un pasado por demás agridulce y un futuro que no prometía demasiado.

—¿Este era el plan? —cuestionó de pie frente a la ventana de la cocina mientras miraba el cielo por un momento.

Inmediatamente después su mirada cayó. El sentimiento de vergüenza se mezclo con la culpa. ¿Cómo era capaz de cuestionar esas creencias tan arraigadas? Las mismas de las que tantas veces había sacado fuerzas para no bajar los brazos. Ella se debía a Él; no era otro que su Dios quien la reconfortaba de manera que la realidad siempre tuviera una interpretación más benevolente. Todo pasaba por algo, detrás de todo había letras divinas grabadas en el firmamento. Mismas de las que nadie con la sensatez del temor a Dios podía poner en duda.

—Sí, soy todo menos perfecta. —Se sinceró—. Nadie lo tiene más claro que yo, pero igual no dejo de ser una persona a la que las cosas le llegan y le pegan. No puedo tener la piel más dura aunque sé que eso me hubiera ahorra mucha mala sangre. No sé... A veces se es esclavo de todos menos de uno mismo —reflexionó.

Lejos de allí, donde las apariencias eran consideradas tan importantes como las formas mantenidas más allá de toda muestra de intención real, Federico bebía café en soledad. La amplia cocina ni siquiera necesitaba luz artificial durante el día; amplios ventanales cubrían el alrededor. Una espaciosa jaula de cristal que mostraba el exterior. Los beneficios de correr a las ocho de la mañana con ropa deportiva de marcas reconocidas. La ausencia de miedos con guardias que se dedicaban a recorrer el lugar tantas veces al día. Ni un tramo de césped al que se le permitiera la rebeldía de crecer más allá del límite considera aceptable. Y el silencio. Tantas vidas alrededor y para él a veces se sentía como un cementerio lujoso y repleto de nada más que almas en pena todavía con pulso.

Minutos antes, Zara que lo había escuchado dejar la habitación, no quiso molestarlo. Su intuición le indicó fingir el sueño. Ella no necesitaba preguntar para saber que él necesitaba algo de tiempo a solas. Con el pendiente de una costumbre ausente bastaba para deducirlo así. Zara al quedarse en soledad por impulso se tocó la mejilla con la mano, nunca había creído que la ausencia del beso que su marido le daba en las mañanas para despertarla podía llegar a sentirse tanto.

Algo que nadie tocó se había roto y todo parecía indicar que en ella caía la responsabilidad de repararlo, algo que, sobra decir, Zara no tenía la mínima pista de cómo hacerlo.

Ella se levantó de la cama para quedar sentada de su lado con la gran ventana de vidrios trasparentes en frente. El sol se mostraba inclemente, el verano parecía decidido a no perdonar a nadie. Zara miró a su izquierda, ahí, encima de la mesa de noche estaban su celular y la prensa algo maltrecha por los años que llevaba con esa y que solo usaba para estar en casa. No podía salir de casa con un objeto gastado, desteñido, no donde las miradas eran un escáner de cuerpo completo. Para ella era obvio que esa gente nunca entendería el valor sentimental de dicho objeto siendo ese el último regalo de su difunta abuela materna.

Estás tan grande —mencionó la abuela, Emilia—, una tan preocupada por todo y el tiempo nunca espera —continuó con una sonrisa para la nieta que le sostenía la mano izquierda de pie al lado de su cama de hospital.

Emilia ni siquiera lo pensó, liberó su mano y se llevó ambas manos detrás de su cabeza para quitarse con mucho cuidado la prensa que Alba Celeste le había traído tan solo el día anterior. Emilia miró el objeto y se rio por un momento.

»Esto es para vos, nena —declaró cuando tomaba la mano de Zara para depositar el objeto encima y después cubrirlo con su propia mano—. Tu abuela, la ridícula, le hizo recorrer un montón de negocios a tu mami buscando la prensa del pelo perfecta. Me trajo varias y de mala gana me quedé con esta. Todas las que trajo estaban hermosas, pero tu mami estaba demasiado triste así que tenía que darle otra cosa para pensar y no se me ocurrió mejor idea que hacerme la loca, la caprichosa. —Emilia soltó a Zara y se llevó las manos a los lagrimales para disimular el llanto—. ¡Ay, me cayó algo en los ojos —mintió agitando después sus manos en el aire y apretando su boca buscando controlar todo lo que se estaba moviendo dentro de ella—. Bueno, está bien, acepto que un poco quería estar linda para el doctor y para mis amigas cuando vinieran a verme. Son tan víboras... Menos mal que no quisieron quedar bien, que mostraron lo que realmente son y no vino ninguna.

Zara solo sonrió de vuelta, para ella era claro que todavía había bastante en el pecho de Emilia que ella necesitaba dejar ir.

»Quién sabe, princesa. Ayer ya me les iba y hoy me siento mejor que nunca. La mejoría de la muerte dirían las viejas brujas de mi pueblo. No sé cómo le hacían, pero siempre le pegaban. ¿Entendés, Zara? A los viejos siempre se los escucha; nosotros ya no corremos todo el día pensando que nos quedamos sin tiempo. Nosotros ya sabemos qué es así, que estamos contando minutos. —Emilia rio quitando de la situación tanto drama como era posible—. Y por eso, por eso siempre se escucha a los viejos. ¿Si ya no sos prisionero del reloj qué más te queda que ver y entender cosas que otros no pueden? Sí, la vorágine frena para todos. Pero, ¿cómo?



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En el texto hay: pobreza nobleza familia

Editado: 31.05.2023

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