Quédate conmigo

Capítulo 1: Aleksander

El bullicio en la sala de urgencias era ensordecedor. Voces mezcladas de pacientes, familiares y auxiliares se fundían en un caos organizado. El accidente del camión había dejado estragos: varios autos involucrados, personas con heridas graves y una sensación palpable de urgencia que cargaba el aire. Los auxiliares corrían de un lado a otro, haciendo lo que podían para estabilizar a los heridos mientras médicos y enfermeros trabajaban sin descanso.

El intercomunicador interrumpió el murmullo constante.

—Dr. Armstrong, se le solicita en emergencia.

Me disculpé rápidamente con los familiares del paciente al que estaba atendiendo: un hombre con fractura en el esternón y cortes menores en el rostro y los brazos.

—Envíalo a radiología para que le tomen las placas necesarias. Mantén un control constante de su presión.

—Sí, doctor —respondieron, mientras yo me quitaba los guantes y salía apresuradamente hacia la sala de emergencias.

Al llegar, la escena era sobrecogedora. Camillas alineadas a lo largo del pasillo, rostros cubiertos de sangre, y cuerpos inmóviles que parecían absorber todo el ruido de su alrededor. Los auxiliares intentaban clasificar las prioridades; el olor a desinfectante y metal llenaba el aire. Uno de los enfermeros se acercó rápidamente con un informe en la mano.

—Doctor, tenemos varios pacientes críticos. La prioridad es una mujer con lesiones graves en la cabeza y el tórax. Perdimos sus signos vitales por unos segundos en el camino, pero lograron estabilizarla antes de llegar.

Mi corazón dio un vuelco, pero mantuve la compostura.

—¿Estado actual?

—Presión en 90/60, pulso irregular. Está semiconsciente, pero parece estar entrando y saliendo de la conciencia. Hay fracturas múltiples y un trauma craneoencefálico evidente.

Asentí y ajusté mi bata.

—Prepárenla para una tomografía urgente. Prioridad absoluta.

Cuando llegué a la camilla, los auxiliares ya estaban estabilizándola. Al verla, algo en mi interior se detuvo. Su rostro estaba parcialmente cubierto de sangre seca y vendajes improvisados, pero había algo familiar en sus facciones. Era como un eco lejano, algo enterrado en lo más profundo de mi memoria. Mi vista se deslizó hacia el fichero que sostenía una enfermera a mi lado.

—Nombre del paciente, ¿cuál es? —pregunté, intentando mantener el tono profesional.

La enfermera revisó la ficha y me la extendió.

—Adeline Moore, doctor.

El impacto fue inmediato, como si alguien hubiese vaciado un balde de agua helada sobre mí. Mis manos se tensaron al sostener el fichero, y por un momento, el ruido a mi alrededor desapareció. ¿Adeline? No era posible. No después de todos estos años. Me obligué a respirar profundamente y apartar cualquier pensamiento personal. Ahora era mi paciente, y su vida estaba en peligro.

—Llevemos a la sala de operaciones. Hagan un panel completo de sangre y prepárense para una posible transfusión. ¡Rápido!

Mientras corríamos hacia el quirófano, mi mente trabajaba a mil por hora. Podía sentir los recuerdos amenazando con abrumarme, pero no podía permitirme flaquear. No ahora. No con ella luchando por su vida.

✧˖°. ✧˖°.

El zumbido del agua al chocar contra el acero del lavamanos llenaba la sala mientras ajustaba la temperatura. Me enjaboné las manos minuciosamente, siguiendo el protocolo estricto de esterilización. La espuma blanca cubría cada rincón, desde las uñas hasta los codos, mientras contaba mentalmente los segundos en cada movimiento. A mi lado, el resto del equipo quirúrgico se preparaba de manera sincronizada, enfundándose en batas y guantes estériles, mientras conversaban en un murmullo casi inaudible.

Me enjuagué lentamente, dejando que el agua arrastrara cualquier rastro de jabón, y levanté los brazos para evitar contaminar las superficies. Una enfermera quirúrgica se acercó y me extendió una toalla estéril, que usé con movimientos controlados para secar mis manos. Luego, me ayudó a ponerme la bata quirúrgica, ajustando cada lazo con precisión. Las palabras eran innecesarias; la rutina estaba grabada en nuestra memoria colectiva.

A través de la ventana del quirófano, podía ver cómo Adeline era preparada para la intervención. Su piel estaba pálida bajo las luces quirúrgicas, y las líneas del monitor marcaban un ritmo inestable pero constante. La visión de su rostro, aunque familiar y dolorosa, me reforzó la necesidad de mantenerme enfocado. No podía permitirme el lujo de dudar.

Me puse los guantes estériles con la ayuda del equipo, ajustándolos hasta que quedaran perfectamente adheridos. Una vez listo, ingresé al quirófano, donde las máquinas seguían marcando el compás de su lucha por la vida.

—¿Equipo listo? —pregunté, echando un vistazo a los instrumentos dispuestos en la mesa quirúrgica.

—Listo, doctor —respondió la enfermera circulante.

Tomé aire profundamente, dejando que la concentración reemplazara cualquier emoción. Era el momento de actuar.

Me coloqué frente a Adeline, ahora conectada a los monitores que traducían su fragilidad en números y gráficas. Las lecturas del electrocardiograma mostraban un ritmo irregular, y el oxímetro fluctuaba apenas dentro de un rango aceptable.

—Iniciemos con el tórax. Necesitamos estabilizarla antes de abordar el trauma craneoencefálico —anuncié, tomando el bisturí que la enfermera asistente me extendía.

Con una precisión casi automática, realicé una incisión sobre el área donde el tórax se mostraba más comprometido. La sangre brotó, pero no de forma descontrolada, gracias a las pinzas y esponjas que rápidamente aplicó el equipo.

—Inserten el tubo torácico. Neumotórax confirmado —dije, mientras el cirujano asistente trabajaba a mi lado para establecer el drenaje.

El siseo del aire escapando del pulmón comprimido llenó la sala, seguido de una estabilización casi inmediata en su saturación de oxígeno. Fue un pequeño triunfo, pero solo el primero en una lista de desafíos que aún quedaban por superar.



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En el texto hay: decisiones, reencuentros, amor

Editado: 17.01.2025

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