Quédate conmigo

Capítulo 2: Adeline

Luces blancas. Destellos celestes. Estoy de pie frente a una puerta de metal. No hay pomo ni cerradura, solo una superficie lisa e imponente. Miro por encima de mi hombro y solo hay vacío. Negro absoluto. Bajo mis pies, el piso mojado refleja un brillo tenue. El frío es penetrante, calando hasta los huesos, pero no sé si es el frío lo que me afecta o esta sensación que me consume: estoy vacía.

No sé dónde estoy. No sé dónde debería estar.

Miro mi ropa: jeans, un suéter blanco de manga larga y un abrigo oscuro que me cubre hasta las rodillas. Los botines que llevo están húmedos, y el agua parece filtrarse a través de ellos, pero no puedo recordar si siempre me sentí así, incómoda, fuera de lugar.

Quiero llorar. Pero no puedo. No tengo la certeza de que algo en mí esté completo, de que algo en mi interior esté lo suficientemente intacto como para permitirme sentir.

—Adeline. Despierta, por favor.

La voz resuena a mi alrededor, suave pero urgente, como un eco que no tiene origen ni final. Mi corazón da un salto. No reconozco la voz, pero hay algo en ella, algo que me obliga a moverme.

—¿Quién eres? ¿Dónde estás? —mi voz se quiebra, cargada de confusión. Respiro hondo, temblando—. ¿Dónde estoy?

No hay respuesta. Solo el eco de mi propia voz devolviéndome preguntas que no sé cómo responder.

Me alejo de la puerta. Camino, aunque el terreno parece no tener fin. Cada paso suena como un chapoteo suave en el agua, y pronto empiezo a sentir dolor en los pies. El frío atraviesa las suelas de los botines. Aun así, no me detengo.

—Piensa, piensa, piensa… —Me agarro la cabeza con ambas manos, intentando aferrarme a algo, un recuerdo, una razón, una respuesta.

Pero todo es nebuloso. Fragmentos de imágenes aparecen y desaparecen como destellos.

Un dolor punzante atraviesa mi cabeza, como si una mano invisible estuviera revolviendo mi mente. Fragmentos de algo conocido, difuso, comienzan a emerger. Recuerdos. Dispersos, incompletos, pero lo suficientemente vívidos para hacerme tambalear.

—Sí, mamá, estaré pasando a la tintorería por ese vestido. No se me olvidará, lo prometo. —Mi voz, ligera, con un deje de impaciencia, pero teñida de afecto.

—No se te vaya a olvidar, cariño —replica ella al otro lado del teléfono, con ese tono familiar, mezcla de advertencia y amor—. Tienes miles de cosas en la cabeza y siempre se te olvida algo.

Sonrío, dejando escapar una pequeña risa mientras dibujo distraídamente en mi libreta de bocetos. Líneas y formas se cruzan al azar, como si mi lápiz intentara encontrar algo que yo no puedo ver del todo.

—No te preocupes, tú tranquila y yo nerviosa —bromeo, deteniéndome un momento para mirar el caos organizado de mi escritorio—. Justo ahora tengo que salir a buscar a Riley de su baño.

Recojo mi llavero de la mesita cercana, sintiendo su peso familiar en mis manos.

—No quiero que llegues tarde después —me regaña suavemente—. Porque se te haya olvidado algo.

—No ocurrirá, mamá. Tenlo por seguro. —Mi voz tiene una confianza que apenas reconozco ahora.

—Advertida estás. Te dejo, que tengo el horno andando. Cuídate, cariño.

—Nos vemos. Me guardas un poco de lo que estás haciendo.

—Te lo envío por avión, cariño.

Me río mientras cuelga, imaginándola en su cocina, en el otro extremo del país. El calor de su voz se queda conmigo un momento más, llenando el silencio que queda después de la llamada.

Tomo las llaves y salgo de casa, el aire fresco de la tarde envolviéndome. Mi coche espera en el camino de entrada. Me acomodo en el asiento, ajusto el espejo retrovisor y pongo el motor en marcha.

La radio se enciende automáticamente, una canción suave llena el interior mientras salgo hacia la carretera. El sol de la tarde baña todo en un dorado cálido, el tipo de luz que hace que todo parezca más vivo, más eterno.

Mis pensamientos divagan mientras conduzco hacia la tintorería. Las calles están tranquilas, y por un momento, me dejo llevar por la monotonía del movimiento, el sonido constante del motor, la vista de las hojas moviéndose suavemente con el viento.

Sin embargo, una sensación extraña se cuela en mi pecho, como si algo estuviera a punto de cambiar. No puedo identificarlo, pero es persistente, un peso que no logro sacudir.

El recuerdo se disuelve como humo, dejando un vacío inquietante.

—Iba a la tintorería... Pero, ¿qué pasó? ¿Cómo estoy aquí ahora? —Mi voz apenas es un murmullo, perdida en este lugar oscuro y frío.

Como si alguien encendiera un proyector en mi mente, las imágenes y sonidos regresan con una brutalidad inesperada. Una carretera tranquila. El zumbido constante del motor. El camión. Lo veo claramente ahora: cruzando desde la otra vía, irrumpiendo en la mía con una violencia inhumana.

El impacto fue tan fuerte que sentí que mi cuerpo se desarmaba, como si cada fibra de mi ser estuviera siendo arrancada. Gritos. Los chillidos estridentes de los neumáticos contra el asfalto. El desgarrador crujido de la carrocería al retorcerse. Y ese olor... un hedor metálico y nauseabundo: caucho quemado, gasolina, sangre.

De pronto, mi pecho se contrae. El aire se me escapa, como si la misma escena estuviera repitiéndose dentro de mí. Caigo al piso húmedo de este lugar vacío, abrazando mis piernas contra el pecho, intentando mantenerme unida.

—Tuve un accidente... —Las palabras salen en un susurro quebrado, y en cuanto las digo, todo dentro de mí se desploma.

El llanto me sacude como una tormenta, agrio, desgarrador, llenando el espacio con mi desesperación. No puede ser cierto. No puede ser.

Las imágenes del accidente se repiten en mi mente, implacables. Los gritos, los rostros de extraños en el auto de adelante, el sonido de los cristales estallando. Todo se siente demasiado real, demasiado cercano, como si aún estuviera allí, atrapada en ese momento de destrucción.

Me obligo a levantar la mirada, respirando entrecortadamente, buscando algún rastro de respuesta, alguna señal de dónde estoy o de por qué sigo aquí. Pero todo lo que encuentro es el mismo vacío interminable.



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En el texto hay: decisiones, reencuentros, amor

Editado: 17.01.2025

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