He perdido la noción del tiempo. Este lugar es un limbo sin pasado ni futuro, un vacío donde la realidad se desdibuja. La oscuridad aquí no es completa, sino un gris eterno, denso, como cenizas suspendidas en el aire. No hay paredes, no hay techo, solo un horizonte interminable que no lleva a ninguna parte.
El frío me envuelve como un amante indeseado, arañando mi piel, calándome hasta los huesos. Mis extremidades duelen, como si cada músculo y cada articulación estuvieran siendo arrancados y vueltos a unir en un ciclo interminable de sufrimiento. No he movido ni un paso desde que llegué aquí; no sé hacia dónde ir, ni siquiera si hay un “dónde”.
A veces, siento que no estoy sola. Una presencia vaga, inasible, como si algo se moviera entre las sombras. Pero nunca logro distinguirla, nunca logra romper este silencio opresivo.
Entonces, una voz.
—Oh, cariño, mira cómo estás. Mi pequeña…
Es un susurro ahogado, cargado de tristeza. Una mujer. No reconozco su tono, pero su pena me atraviesa. Es como si su dolor fuera mío, como si su llanto resonara desde un lugar que una vez conocí.
—Estoy viva… —murmuro en voz baja, pero ni siquiera sé si me escucho a mí misma—, pero mal.
Quiero gritar, quiero aferrarme a ese sonido y exigir respuestas, pero mi voz se apaga antes de formar palabras. El eco de la mujer desaparece tan rápido como llegó, dejando solo un vacío aún más pesado.
El frío se intensifica. Ahora es más que un simple dolor; es un recordatorio constante de mi fragilidad, de mi cuerpo roto en un lugar al que no pertenezco. Intento moverme, pero mis pies se sienten atados al suelo inexistente. Cada paso sería inútil.
A lo lejos, muy lejos, escucho murmullos, pero no puedo descifrarlos. Parecen voces, pero no las entiendo. No sé si son reales o producto de mi mente desgarrada.
Estoy atrapada aquí, entre el dolor y la soledad, en un espacio que no es vida ni muerte. Y mientras más tiempo paso, más me pregunto si alguna vez encontraré el camino de regreso… o si quiero encontrarlo.
Solo cierro los ojos mientras me dejo caer en el frío suelo. Mi cuerpo se acurruca sobre sí mismo, y un tarareo desconocido escapa de mis labios, como si mi mente intentara calmar el caos. La pesadez me envuelve, llevándome a un abismo oscuro y sin sueños.
Me despierto, o al menos creo que lo hago. Un dolor punzante atraviesa mi cabeza, como si alguien estuviera desgarrándome por dentro. Mis ojos se nublan, la visión va y viene como un mal sueño. Entonces, escucho ruido: voces apresuradas, el pitido constante de máquinas, y el eco de pasos que parecen rebotar en un vacío.
—¿Qué está pasando? ¿Por qué me duele tanto? —grito, pero mi voz sale rota, como un murmullo que nadie escucha.
El pánico se apodera de mí. Intento respirar hondo, tranquilizarme, pero cada esfuerzo es inútil. El dolor crece, opresivo, inhumano, hasta que siento como si mi cuerpo estuviera cediendo. La oscuridad me arrastra de nuevo, pero antes de perderme, veo una luz. Un destello intenso, cálido… y después, nada.
Un peso insoportable me envuelve. Cada parte de mí duele, más de lo que creí posible. Todo es un cúmulo de sensaciones: calor y frío, un latido sordo en mis extremidades, la asfixiante presión de estar viva, pero incompleta.
—Doctor, todo está como usted ordenó. La paciente se encuentra estable por ahora —escucho una voz femenina.
—Gracias, Olga. Puedes retirarte.
El sonido de unos pasos se acerca, suaves pero firmes. Una presencia inconfundible se detiene a mi lado, y aunque no puedo ver quién es, lo siento. Una energía cálida que contrasta con el dolor helado que inunda mi cuerpo.
—Adeline… no me des más sustos, por favor. —La voz es profunda, quebrada, cargada de algo que no logro descifrar: ¿preocupación? ¿desesperación?
¿Adeline? ¿Quién es Adeline? Ese nombre me resulta ajeno, como un eco que no pertenece a mí. Intento mover mi mano, pero no responde. Aun así, siento cómo alguien la toma entre las suyas, cálidas y firmes, un contraste con mi piel fría y débil.
—Tus padres estuvieron aquí cuando tuviste esa crisis, pero ya te estabilizamos. Van a entrar pronto para verte. —Hace una pausa, y aunque no puedo verle, puedo imaginarlo inclinándose hacia mí, con una expresión que mezcla alivio y angustia.
—Quiero que despiertes… que vuelvas a ser tú. Tengo tantas cosas que preguntarte, tantas cosas que decirte. Pero… —hace una pausa, como si le costara seguir hablando— mi mayor miedo… es que no me recuerdes.
Algo en sus palabras se clava en mi pecho. ¿Quién es este hombre? ¿Por qué su voz me suena tan cercana, pero tan desconocida al mismo tiempo? Quiero preguntarle, pero mis labios no se mueven, mis ojos se niegan a abrirse del todo.
Solo puedo sentir. Sentir su mano en la mía, su presencia junto a mí… y el vacío aterrador de no saber quién soy.
Se retira, y entonces, por primera vez, logro abrir los ojos. La luz me ataca con brutalidad, obligándome a cerrarlos de nuevo con un gruñido de frustración.
¡Ugh! Qué fastidio… la mala suerte me persigue hasta aquí.
Poco a poco, mis ojos se ajustan. La claridad se vuelve menos agresiva, y al fin puedo mirar alrededor. Estoy en un hospital. Las paredes blancas, el ruido tenue de las máquinas, y ese olor a desinfectante lo confirman.
Me quedo inmóvil, intentando procesar lo que ocurre. ¿Quién era esa persona? Su voz resuena en mi cabeza, suave pero cargada de algo que no puedo descifrar. Se sentía… íntima. Casi como si compartiera una parte de mí que no logro recordar.
No tengo tiempo para resolver ese enigma porque la puerta se abre de golpe.
Tres figuras entran, deteniéndose justo en el umbral. Por un momento, el aire parece detenerse junto con ellos. Se quedan en shock, mirándome como si acabaran de ver un fantasma.
¡Dios, qué cara debo tener! Necesito un espejo.
El hombre mayor da un paso adelante, sus ojos llenos de una emoción que no logro identificar.