Quédate conmigo

Capítulo 11: Aleksander

Cuando dos personas están destinadas a estar juntas, en la única vida que tenemos para intentarlo, lo único que puede separarlas son ellas mismas. En nuestra historia, fue Adeline quien trazó esa distancia, quien decidió por ambos. Ahora está frente a mí, con una mezcla de desconcierto y resignación dibujada en su rostro. Pero su expresión es lo de menos.

El destino tiene una forma peculiar de reencaminar las cosas, y ahora estamos en un supermercado, un lugar que nunca imaginé como escenario de una conversación pendiente. Aún así, aquí estamos, rodeados de pasillos llenos de colores y aromas, con una tensión invisible que parece llenar cada rincón.

Cambio de dirección hacia la sección de frutas y vegetales, sabiendo que no le queda más remedio que seguirme. No voy a dejarla ir, no ahora. Examino los tomates con cuidado, buscando los más jugosos para la salsa que planeo hacer. Sé cuánto ama la comida italiana, y esta es mi forma de demostrarle no solo que he mejorado en la cocina, sino también que, en ciertos aspectos, he cambiado. He trabajado en mí mismo, aunque nunca pensé que tendría que demostrarlo así.

—¿Podemos terminar con esto de una vez? —pregunta ella detrás de mí, su tono cargado de impaciencia.

Levanto la mirada hacia sus ojos, esos celestes que siempre han tenido la capacidad de desarmarme. Una vez pensé que podía perderme en ellos, y tal vez aún puedo.

—No, todavía no —respondo con calma, desviando la mirada hacia los demás vegetales—. Aún me faltan cosas para la cena. Y, por cierto, deberías darme las gracias por lo considerado que soy. Se lo importante que es hablar con el estómago lleno, no vacío.

Ella exhala, y puedo sentir su exasperación desde donde estoy.

—Sí, arrastrarme aquí definitivamente demuestra lo considerado que eres —dice, su sarcasmo afilado.

Sonrío apenas, negando lentamente mientras coloco unos pimientos en el carrito.

—No gritaste, ¿verdad? —digo sin mirarla, concentrado en la tarea—. Subiste al auto por tu propia voluntad. Así que, si lo piensas bien, no puedes culparme del todo. Asume algo de la responsabilidad.

—Me amenazaste, Aleksander —replica, sus palabras cargadas de acusación.

Levanto la vista nuevamente, encontrándome con su mirada directa. Esta vez sonrío de verdad, una sonrisa pequeña pero con un destello de desafío.

—Error —corrijo, inclinando la cabeza ligeramente—. Lo que hice fue una inocente advertencia, nada más.

Ella parpadea, claramente frustrada, pero no dice nada más. Tomo eso como una pequeña victoria mientras nos dirigimos hacia el siguiente pasillo. El supermercado sigue llenándose con el ruido cotidiano: el sonido de las ruedas del carrito sobre el suelo, las voces de los empleados anunciando ofertas, el tintineo ocasional de monedas en las cajas registradoras. Es extraño cómo estas pequeñas cosas parecen tan normales cuando nosotros estamos en medio de una tormenta emocional.

Mientras termino de recoger los ingredientes, me doy cuenta de algo: estoy alargando esto a propósito. No es solo por la comida. Quiero alargar este momento porque, después de tanto tiempo separados, esta banalidad compartida me resulta reconfortante. Como si, por un instante, pudiéramos ser normales otra vez.

Cuando finalmente terminamos y nos dirigimos a la caja, su silencio me pesa. No es una incomodidad exactamente, pero hay algo cargado en el aire entre nosotros. Pago rápidamente y llevamos las bolsas al auto. El trayecto a casa es tranquilo, con solo el sonido del motor llenando el espacio.

Al estacionar, bajo las bolsas del auto y le hago un gesto para que me siga.

—Cuelga tu chaqueta ahí —digo al abrir la puerta y señalar un perchero cerca de la entrada.

La guío hacia la cocina, un espacio amplio y funcional, decorado con tonos claros y superficies impecables. Dejo las bolsas en la isla y me lavo las manos, preparado para empezar.

—Toma asiento —le indico, señalando un taburete mientras empiezo a desempacar los ingredientes.

Ella lo hace, y mientras se acomoda, la noto enviando un mensaje rápidamente. Probablemente a su madre, asegurándole que está bien. No puedo evitar sonreír ante ese pequeño gesto, porque, aunque diga que puede manejar las cosas sola, hay una vulnerabilidad en ella que nunca ha desaparecido.

Me enfoco en preparar la cena, pero no puedo ignorar el hecho de que la verdadera conversación aún está pendiente. Lo sé, y ella también. Lo que no sabe es que cada movimiento, cada ingrediente que coloco en la olla, es mi forma de tomar coraje para enfrentar lo que viene.

Constatemente, uno aprende que quien no tiene el valor de jugar con fuego termina muriendo de frío. Es irónico, porque siempre me consideré alguien que podía controlar el fuego, manipularlo sin quemarme. Pero ella, Adeline, no era un simple fuego; era un incendio que arrasaba todo a su paso.

Estoy hecho de todo esos recuerdos que dejó grabado en mis sentidos, en cada rincón de mi memoria. Cada gesto suyo, cada sonrisa, cada palabra que dejó suspendida en el aire… todo quedó impregnado en mí. Ella no solo era bonita. Adeline tenía una luz que hacía que las personas quisieran quedarse a su lado. Lo que nunca entendí fue cómo esa misma luz podía volverse tan insoportablemente cegadora cuando las cosas no iban bien.

Cuando se fue, mi mundo quedó en silencio. No un silencio cómodo o reflexivo, sino uno denso, que pesaba sobre mí cada día. Descubrí que el silencio puede gritar más fuerte que cualquier palabra, y el suyo me gritaba todo lo que no quiso decir.

Ahora, mientras ella está sentada en mi cocina, observándome preparar una cena como si fuera algo rutinario, no puedo evitar pensar en cuánto ha cambiado y, a la vez, en cuánto sigue siendo la misma. Me doy cuenta de que la odio un poco por eso. Por ser la única persona que ha tenido ese efecto en mí.

—¿Puedo ayudarte con algo? —pregunta de pronto, su voz rompiendo el hilo de mis pensamientos.



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En el texto hay: decisiones, reencuentros, amor

Editado: 16.02.2025

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