No he sabido nada de Aleksander en los últimos días. Ni un mensaje. Ni una llamada. Nada.
El silencio se siente como un eco prolongado que no termina de disiparse. Se supone que hoy debía ser mi último control, el cierre de este capítulo médico, y él, como mi doctor de cabecera, tenía que estar aquí. Pero no lo estuvo. En su lugar, otro médico revisó mis resultados, firmó los papeles y me deseó lo mejor con una sonrisa ensayada. No me importó su profesionalismo ni la eficiencia con la que hizo su trabajo. Porque no era Aleksander.
Y eso me molestó más de lo que debería.
Intenté racionalizarlo. Tal vez estaba ocupado. Tal vez su cirugía se extendió. Tal vez— No.
No me dio una excusa. No me dio nada.
Sus ausencias empiezan a sentirse como un patrón, uno que no termino de comprender. ¿Se está alejando a propósito? ¿O simplemente es Aleksander siendo Aleksander? Impulsivo, evasivo, evitando cualquier conversación que implique sentimientos.
Respiro hondo y me dejo caer en la cama, mirando el techo. No quiero pensar en esto más de lo necesario. Pero mis pensamientos son como una corriente imparable, arrastrándome de vuelta a lugares incómodos.
Estos días han sido un torbellino, y no solo por Aleksander. Desde hace semanas, he tenido que lidiar con los mensajes insistentes de Ronan. Todos han ido directo a eliminados sin siquiera abrirlos. Su persistencia raya en lo desesperante, y lo único que hace es confirmar lo que ya sabía: no me conoce en absoluto.
Lo peor de todo es que, aunque mis recuerdos han regresado poco a poco, él sigue siendo una sombra borrosa en mi mente. Algo no encaja, no lo hace desde el primer momento. Si hubiera significado algo para mí, lo recordaría. Si hubiera sido importante, su rostro no se sentiría como el de un extraño.
Pero ya no quiero seguir dándole vueltas a ese tema. No ahora.
Ahora, lo único que ocupa mi mente es Aleksander.
Aún siento la calidez de su mano sobre la mía aquella noche. La forma en que sus ojos tormentosos me miraban, con una intensidad que me hacía sentir que todo lo demás se desvanecía. Hubo un instante en que quise decirle algo más. Algo que llevaba tiempo atrapado en mi garganta.
Pero no lo hice.
Y ahora, él ha desaparecido.
Acomodo una almohada bajo mi cabeza y cierro los ojos. Tal vez deba ser yo quien dé el primer paso esta vez. Tal vez sea hora de dejar de esperar.
Un suspiro largo escapó de mis labios antes de decidirme a levantarme. Estaba agotada, más mental que físicamente, pero quedarme en la cama solo me hacía dar más vueltas a los mismos pensamientos.
Moví las piernas con desgano hasta el borde del colchón y, con el peso de la inercia, me puse de pie. Pero mis pasos fueron más torpes de lo que esperaba. Tal vez por estar aún atrapada en mi nube de pensamientos, o simplemente porque mi equilibrio nunca había sido mi punto fuerte.
El choque contra la mesita de noche fue brusco.
—¡Maldición! —solté, sintiendo el golpe recorrerme desde la espinilla hasta la cabeza.
La lámpara no tuvo tanta suerte. Se tambaleó con violencia antes de desplomarse al suelo en un estruendo seco y contundente.
El sonido del cristal estrellándose contra el piso resonó en la habitación, pero mi atención no se quedó en los fragmentos dispersos. Algo pequeño y oscuro cayó entre los restos de la base de la lámpara, rodando apenas un poco antes de quedarse inmóvil.
Fruncí el ceño y me agaché lentamente.
Era un diminuto dispositivo negro, del tamaño de una moneda, con una textura mate que lo hacía casi imperceptible en la base de la lámpara. No habría reparado en él de no ser porque ahora estaba fuera de su escondite. Lo tomé con cuidado, examinándolo con la yema de los dedos.
No tardé en notar el diminuto lente en su superficie.
Mi pulso se detuvo un segundo.
No.
Me incorporé, con el aparato entre los dedos, sintiendo cómo el frío de su material se filtraba en mi piel. Lo observé más de cerca. Parecía un interruptor falso, algo diseñado para camuflarse a la perfección con la lámpara. Como si hubiera estado allí todo el tiempo sin que yo lo notara.
Porque, probablemente, había estado allí todo el tiempo.
El escalofrío que recorrió mi espalda fue inmediato.
¿Desde cuándo? ¿Desde que llegué? ¿Antes?
Tragué saliva y busqué mi teléfono con las manos aún temblorosas. Tomé varias fotos del dispositivo, asegurándome de capturar cada detalle, y las envié a un solo contacto.
Daniel.
Mi hermano, el único al que podía acudir en un momento como este.
El mensaje iba acompañado de una sola pregunta:
¿Qué demonios es esto?
El mensaje quedó marcado como enviado. Unos segundos después, el doble check apareció, pero sin respuesta inmediata. Sabía que Daniel no tardaría en contestar, pero cada segundo que pasaba con aquel aparato en mi mano hacía que mi piel se erizara aún más.
No me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que solté el aire en un suspiro tembloroso. Mis piernas se sentían inestables, como si la realidad estuviera tambaleándose bajo mis pies.
Me obligué a moverme.
Llevé la cámara oculta hasta el escritorio y la coloqué sobre una hoja en blanco, como si así pudiera aislarla de mí. Luego, di un paso atrás, como si la distancia pudiera reducir la sensación de vulnerabilidad que se aferraba a mi pecho.
Mi teléfono vibró.
Daniel: No toques nada más. Estoy en tu casa en 10 minutos.
El nudo en mi estómago se apretó.
¿Diez minutos? Si él reaccionaba así de rápido, significaba que esto era aún más serio de lo que yo imaginaba.
Mis manos se enfriaron.
Sin poder evitarlo, mi mirada recorrió la habitación con ojos nuevos, analizando cada rincón, cada objeto que antes había considerado inofensivo. ¿Cuántos más de estos dispositivos podrían estar escondidos entre mis cosas?