El sonido incesante del teclado llena la oficina, mezclándose con el zumbido lejano de las impresoras y las voces bajas de mis compañeros de trabajo. A pesar de lo monótono que podría parecer, hay una armonía extraña en el caos ordenado de la auditoría. Cifras, informes, conciliaciones… todo tiene un orden, una lógica que me resulta tranquilizadora.
Mis ojos recorren la pantalla con rapidez mientras reviso por tercera vez un estado financiero que parece tener más errores que aciertos. Suspiro, masajeándome las sienes. ¿Cómo es posible que alguien haya cometido este tipo de inconsistencias y no se haya dado cuenta antes?
—Si sigues viendo ese documento con esa intensidad, va a prenderse fuego —bromea Olivia mientras deja una taza de café en mi escritorio.
Le dedico una sonrisa agradecida.
—Sería una solución eficiente. No más errores si el documento deja de existir.
—Y tú te haces llamar profesional —se burla, tomando asiento frente a mí.
Abro la boca para responder cuando mi teléfono vibra sobre la mesa. Lo tomo sin apartar demasiado la vista del informe, pero en cuanto veo el nombre en la pantalla, mis dedos se congelan un segundo antes de deslizar para responder.
—¿Aleksander?
—Sal ahora. Estoy afuera.
Frunzo el ceño y miro la hora en la esquina de la pantalla.
—Aún me quedan treinta minutos de trabajo.
—No me importa. Baja ahora.
Suspiro, apoyándome en el respaldo de la silla.
—¿Te das cuenta de que tengo responsabilidades, cierto? Hay algo llamado horario laboral. Concepto interesante, deberías investigarlo.
—Adeline. Baja, por favor.
Levanto una ceja, alerta.
—¿Qué carajos te pasa? ¿Sucedió algo que no sepa? Recuerda que no comprenderé si no me explicas.
Aleksander suspira pesadamente al otro lado de la línea.
—Necesito que vengas conmigo a la estación de policía. Me llamaron solicitando una reunión… tienen detenido a Ronan.
El mundo a mi alrededor se apaga por unos segundos. Todo ruido de oficina, todo el ritmo monótono del trabajo, desaparece.
—¿Perdón?
—Escuchaste bien. Me dijeron que fue por una denuncia… algo sólido, al parecer.
No tiene que decir más. Un nombre aparece en mi cabeza casi al instante.
—Daniel.
Aleksander hace un breve sonido de confirmación.
—Lo supuse también. Seguro envió la información que tenía a su contacto en la estación. Pero no sabemos más detalles hasta que lleguemos.
Aprieto la mandíbula. Claro que fue Daniel. Y si lo hizo, significa que tenía lo suficiente como para que las autoridades actuaran.
—Voy —digo sin más, antes de colgar.
Me pongo de pie con rapidez, recogiendo mis pertenencias. Olivia me mira con curiosidad desde su asiento.
—¿Problema?
—El de siempre —respondo con sequedad—. Encárgate de recopilar las últimas cuentas y déjalas en el cajón bajo llave. No sé cuánto tiempo me tome esto.
—Entendido.
Me apresuro hacia los ascensores. En el camino, algunos compañeros me saludan y comentan sobre mi recuperación. No puedo evitar pensar en lo irónico que es. Salí de un problema solo para toparme con otro.
Cuando las puertas del ascensor se abren en el vestíbulo, me encuentro con Aleksander, de pie con los brazos cruzados, luciendo tan serio como siempre.
—Listo —digo, ajustando la correa de mi bolso—. Ahora dime, ¿qué tan grave es esto?
Aleksander me observa por un instante, como si evaluara qué tanto decirme. Luego suelta una exhalación lenta y, antes de que pueda procesar nada más, se acerca.
Queda justo frente a mí, su mirada fija en la mía. Pero no es la de un Aleksander calculador o hermético, sino la de un Aleksander que ama. Sus manos encuentran mi cintura con suavidad, deslizándose hasta sujetarme con firmeza. Una sube hasta mi mejilla y la acaricia con el pulgar, como si intentara grabarse mi rostro en la memoria. Y entonces me besa.
Es un beso profundo, intenso y, por un instante, hace que me olvide de todo: de la estación de policía, de Ronan, del motivo por el que estoy aquí. Solo existimos él y yo en este instante suspendido en el tiempo.
Cuando nos separamos, su frente se apoya contra la mía, y me obliga a volver a la realidad con la misma suavidad con la que me la arrebató.
—Lo suficiente como para que la policía quiera hablar contigo —murmura.
Y eso, definitivamente, no es un buen indicio.
—Me lo imaginaba —respondo, intentando recobrar el aliento—. ¿No quisieron hablar contigo primero?
—Cambiaron de parecer —admite— porque recibí otra llamada del detective. Me pidió que te llevara directamente.
Aleksander me da un beso en la mejilla antes de tomar mi mano con seguridad.
—No te preocupes, estaré contigo.
Asiento, sintiendo la presión de sus dedos entre los míos mientras comenzamos a caminar hacia el auto.
—Sea lo que sea, vamos a pasar por esto juntos.
El trayecto hacia la estación de policía transcurre en un silencio cargado. Aleksander conduce con una mano en el volante y la otra descansando sobre su pierna, su mandíbula tensa y su mirada fija en la carretera. Yo, por mi parte, mantengo la vista en la ciudad que pasa borrosa por la ventanilla, ordenando mis pensamientos.
Ronan está detenido.
Ronan, el hombre que fingió ser mi pareja.
Ronan, el psicópata que me observaba sin que yo lo supiera, que instaló cámaras en mi propia casa como si tuviera algún derecho sobre mi vida.
El mero recuerdo hace que mi estómago se revuelva con disgusto. No debería afectarme, no después de todo lo que he aprendido sobre él. Pero lo hace. Porque una parte de mí, la parte que no soporta las injusticias, no puede comprender cómo alguien puede ser tan enfermo.
—Adeline —la voz de Aleksander me devuelve al presente.
Parados en un semáforo en rojo, me observa de reojo, su ceño fruncido con preocupación.
—Dime qué estás pensando.
Apoyo el codo en la ventanilla y masajeo mis sienes.