Leo la tabla del paciente que me pasaron, pero no entiendo lo que dice. Las líneas del electrocardiograma se mecen en ondas regulares, pero mi mente no está allí. Estoy aquí, sí… físicamente. Pero no realmente.
El no saber en qué punto estamos me tiene irritado. Han pasado días desde que entré a ese edificio y salí con una caja bajo el brazo, como si fuera una entrega de Amazon maldita. Y sin embargo, todo sigue igual. Igual de confuso. Igual de inquietante. Solo que ahora tenemos una carta. Una carta escrita a mano con una serie de números que ni Adeline reconoce. Y cuando Adeline no reconoce algo… bueno, entonces sabemos que estamos jodidos.
Me recuesto en la silla, en esta sala clínica a la que tuvimos que venir por protocolo, porque después de recibir información como esa, Daniel insistió en que “alguien nos revisara el estado mental antes de seguir actuando como si fuésemos en una película de Nolan”. Darek estuvo de acuerdo, por supuesto. Ese idiota siempre está de acuerdo cuando se trata de tener la excusa para abrir otra botella de agua mineral con burbujas mientras finge que es champaña.
Adeline está en otra sala. No porque la hayan separado. Sino porque pidió espacio para revisar los números por su cuenta, como si al tenerme lejos pudiera enfocarse mejor. En parte lo entiendo. Yo no la dejo pensar. Lo mío con ella es una mezcla rara de tensión y complicidad. La miro, y pienso en estrategias. Ella me mira, y quiere resolver el mundo.
Recuerdo ese momento en el edificio. Crucé el umbral y sentí un frío que no era físico. Era una punzada bajo la piel, como si alguien me estuviera observando desde dentro. No había cámaras visibles, pero sabía que había ojos. No había palabras, pero sentía la carga de un mensaje. Ese tipo de ambiente que te hace cuestionarte si deberías estar allí o correr en dirección contraria.
El conserje estaba parado junto al ascensor. No parecía sorprendido al verme. No hizo contacto visual. Solo me extendió la caja. Con ambas manos. Ni una palabra. Ni una advertencia. Nada. La ausencia de palabras fue la advertencia.
De regreso al auto, la tensión estaba tan densa que uno podría cortarla con una de esas cucharas de plástico de cafetería.
Y luego la carta. El sobre con el nombre de Adeline. Y los números.
—Esto parece una clave, o una codificación... —dijo ella, más para sí que para nosotros.
—¿Como una contraseña? —preguntó Darek, rascándose la cabeza, como si decirlo en voz alta fuera a revelar el misterio por arte de magia.
Adeline negó con la cabeza.
—No. Son demasiados. Y están agrupados de forma extraña. No es binario, ni hexadecimal. Tampoco latitud o longitud.
—Genial —murmuré yo, tomando asiento junto a ella—. Ni un GPS, ni una clave. O sea que no estamos a un paso del fin… estamos en el mapa sin saber en qué continente.
Ella me lanzó una mirada de esas que solo ella sabe usar: mezcla de "te quiero" y "cállate" con una pizca de sarcasmo.
—No estamos perdidos. Solo no tenemos todos los datos —dijo, cerrando la libreta y cruzando las piernas—. Y si los tenemos, están escondidos.
Darek levantó la mano como un niño en la escuela.
—Yo voto por secuestrar al conserje.
Daniel bufó.
—Tú vas a terminar siendo un problema diplomático algún día.
Yo solo suspiré. Porque el problema ya no es si estamos cerca de algo. El problema es que estamos dentro de algo. Algo grande. Algo estructurado. Algo que sabe nuestros nombres y, peor aún, nuestros puntos débiles.
Y ahora, mientras sostengo esta tabla de paciente que no tiene sentido alguno, lo único que me queda claro es esto: todo esto... es solo la superficie.
La verdadera pregunta no es quién está detrás.
Es por qué no ha hecho el siguiente movimiento todavía.
Apoyo la tabla sobre mis piernas y me froto el rostro con ambas manos. Llevo días sin dormir más de dos horas seguidas, y aun así, no puedo darme el lujo de detenerme. Hay demasiado en juego. La tranquilidad que intentamos construir se ve minada por hilos invisibles que alguien más mueve con precisión quirúrgica.
Adeline entra en la sala en ese momento, sujetando una hoja impresa con su letra manuscrita. Me observa un segundo antes de hablar, como si necesitara asegurarse de que aún soy yo, como si tuviera miedo de que algo en este infierno nos esté cambiando sin que lo notemos.
—Tengo una teoría —dice, sentándose a mi lado.
—¿Una buena teoría o una de esas que nos puede llevar a prisión? —pregunto con una media sonrisa, buscando alivianar el ambiente.
Ella me mira de reojo.
—Una intermedia.
—Perfecto. Justo lo que necesitábamos para esta comedia de errores con tintes de thriller psicológico.
—Cállate y escucha.
Extiende el papel entre nosotros. Hay columnas con los números que venían en la carta. Pero esta vez están organizados, alineados con letras y símbolos que no entiendo del todo.
—No es una codificación común —explica—. Pero hay patrones, Aleksander. Repeticiones. Secuencias con saltos exactos. Esto no es azar. Y lo más extraño es que, cruzándolo con ciertos registros médicos… ciertos números coinciden con fechas específicas. Fechas de ingresos hospitalarios.
—¿Estás diciendo que la carta es un registro? —pregunto, enderezándome.
—Un registro, o un aviso. Lo que sea que Ronan… o su organización, o quien demonios esté detrás, quiere que sepamos que hay algo debajo de la superficie.
—¿Pacientes?
—No exactamente. Algunas entradas no coinciden con ninguna persona registrada. Son huecos, como si fueran casos que desaparecieron del sistema. Pero están ahí. A propósito.
Guardo silencio. Todo esto es más grande de lo que pensábamos.
—¿Y qué sugiere nuestra brillante analista de datos? —pregunto, fingiendo una voz dramática.
Ella levanta una ceja, pero ignora el tono.
—Sugiero que volvamos al punto de origen. Este código fue entregado en ese edificio, por un conserje que no dijo una palabra. Esa caja venía con una advertencia implícita: alguien quiere que avancemos, pero solo hasta donde ellos lo permiten.