—Separador.
—Aquí, doctor Armstrong.
El corazón se presenta, vulnerable, como un mecanismo delicado que depende de nuestras manos para seguir latiendo. Paciente masculino. Cincuenta y siete años. Disección aórtica tipo B. Fue trasladado de emergencia desde una clínica rural. Está vivo porque no tuvo tiempo de morir en el camino. Eso lo cambia todo.
Noventa minutos dentro del cuerpo de alguien más. Todo lo demás —el mundo exterior, mis problemas, mis miedos— queda fuera del quirófano. Aquí solo existen el pulso, el ritmo, el acero y mi juicio.
Cuando termino de colocar el injerto y cierro con precisión matemática, me retiro. Me quito los guantes como quien deja de respirar bajo el agua. No porque se haya acabado la tensión, sino porque me he acostumbrado a sobrevivirla.
—Buen trabajo con la pinza —le digo al residente.
Asiente. No está seguro si lo soñó. Yo tampoco. Estoy demasiado cansado para saber si ya lo dije antes.
Camino por el pasillo. Esos segundos donde dejo de ser el cirujano y me permito ser solo Aleksander, ese hombre al que el hospital le está robando los años pero no el sentido.
Ahí está Darek, como siempre, con su pinta de soldado mal dormido que ha sobrevivido una guerra en silencio.
—¿Sobreviviste a esa disección o le hiciste terapia de pareja al corazón del paciente? —bromea, lanzándome una barrita de cereal.
—La aorta está entera. Yo, no tanto —le digo, pasándome la mano por la nuca—. ¿Y tú? ¿Por qué tienes cara de haber visto al infierno?
—Estuve hablando con Emi.
Lo miro de reojo.
—¿Sigues con eso? ¿No era suficiente con diez rechazos?
—Esta vez no salió corriendo. Me escuchó. Le propuse una galería de arte posmoderno y dijo que prefería una colonoscopía sin anestesia. Pero no dijo que no.
—Eso no es un "sí", Darek. Eso es sarcasmo con dignidad.
—Y yo tengo fe —dice con una sonrisa torcida—. Soy terco, Armstrong. Terquedad legendaria.
Le sonrío. Pero una alerta interna me vibra en el estómago. Saco el teléfono. Miro la hora. Debería haber salido ya. Adeline. Mando un mensaje:
"Voy por ti. ¿Te queda bien que te espere afuera?"
Nada.
Contesto un par de mensajes de mi madre mientras espero. Quiere regalarle algo a Adeline. Perfumes, joyas, libros raros. Me pide consejo. Le digo que no exagere. Ella no me escucha.
Aún nada.
Cinco minutos. Diez.
Llamo.
Un timbre.
Dos.
Cuatro.
Nada.
El estómago se me tensa como antes de una mala noticia.
Me muevo. Dejo atrás a Darek sin despedirme. Camino rápido hacia la salida, agarrando mi auto para ir hacia el edificio donde trabaja Adeline. 20 minutos después. Me planto en recepción.
—Disculpe —le digo a la recepcionista, manteniendo la compostura—. ¿Puede confirmarme si Adeline Moore asistió hoy a su turno?
—¿Usted es…?
—Su prometido.
Sus ojos se agrandan ligeramente. Asiente. Marca una extensión. Suena. Una pausa de treinta segundos se vuelve una eternidad.
—No ha asistido. Tampoco reportó ausencia.
Todo se apaga un segundo. Como cuando un monitor deja de pitar.
No está. No ha avisado. Y esta mañana… esta mañana estaba en nuestra cama. Dormía. Respiraba tranquilo. Yo la dejé con una manta hasta los hombros. Le di un beso en la frente.
Y ahora no está.
La razón se activa. En piloto automático regreso al hospital, tomo mi coche. Subo. Manejo como si cada segundo fuera una sentencia. No pienso en el caos. Solo conduzco.
Entro al apartamento.
Silencio.
—Adeline… —llamo.
Nada.
Camino por cada habitación. No hay ropa desordenada. No hay puertas forzadas. Nada que grite "crimen". Nada que grite nada.
Y ese es el problema.
Marco a Daniel.
Una.
Dos.
Tres.
—¿Qué haces llamándome? —gruñe, como si no fuera el mundo el que se acaba.
—No te llamo por ti —digo, en voz baja, caminando como un león atrapado en una jaula—. ¿Está Adeline contigo?
Silencio.
Algo se cae del otro lado.
—Carajo… no. ¿Qué pasó?
—Desapareció.
Duele decirlo. Duele pensarlo. No estoy siendo paranoico. Estoy siendo preciso. Hay una diferencia.
—Mierda... —dice—. Le di una pulsera con rastreador hace una semana. Me pareció paranoia en su momento… pero ahora...
—¿Dónde se perdió la señal?
—Hace ocho horas. No me fijé. ¡Maldita sea! Si le pasa algo...
—No es momento para culpas. Mándame su última ubicación.
—Ya va...
Camino hacia la ventana. Miro la ciudad.
La sensación es la misma.
Esa que tuve el día que me llamaron por megafonía y escuché su nombre.
La historia quiere repetirse.
Pero esta vez...
No pienso dejar que el final lo escriba nadie más.
La llamada a Daniel se corta con un pitido seco. Marco de inmediato el otro número que he evitado usar. No porque no confíe en él… sino porque sé lo que su presencia implica.
Tres timbres.
—Aleksander —responde con voz baja, casi como si ya supiera por qué lo llamo.
—Ella desapareció —digo sin rodeos. No hay tiempo para rodeos—. Necesito tu ayuda.
Un segundo de silencio. Después, suelta un largo suspiro acompañado de un sonido apagado. Fuma. Siempre lo hace cuando lo sacan de su caverna antes de tiempo.
—Mándame la última ubicación.
Lo hago. Dos horas después, estamos allí.
El lugar no dice nada a simple vista. Un lote industrial abandonado, a las afueras de la ciudad. Suficientemente lejos para evitar curiosos. Suficientemente cerca para desaparecer a alguien sin dejar rastro.
El aire huele a polvo viejo, óxido y un poco a ceniza.
Lo veo bajarse de uno de los SUV negros que acaban de llegar. Siempre el mismo estilo: vehículos sin placas visibles, vidrios polarizados, hombres grandes que no se presentan y que no sonríen. Ninguno parece confiable. Pero con él… la desconfianza se vuelve método.