Querencia

Capítulo 3

Ya había pasado tres meses. La rutina siempre igual. Ella trabajaba de lunes a viernes de nueve a nueve. Los fines descansaba. Por mi parte me había transferido a un nuevo colegio, cerca de la casa. La verdad es que prefería el antiguo, es verdad que odiaba todo de aquel lugar. Sin embargo, tenía a dos amigos con los que siempre crecí, realmente eran mis camaradas, hermanos que prometí irlos a visitar. Ahora, mis nuevos compañeros eran prepotentes. Chicos que presumían lo que no merecían. Afortunadamente unos dos chicos que no pertenecían al grupo de los odiosos comenzaron a hablarme y así poco a poco fui ganando su confianza.

Apenas había conseguido un trabajo de medio tiempo después de los estudios, en una tienda cercana de la casa. Me sentía responsable de aportar dinero. Yo era un hombre y mi obligación era ofrecerle todo a ella. Al principio cuando le dije sobre el trabajo se enojó, sin embargo, después aceptó mi decisión, además solo eran unas cuantas horas.  Y así nos las pasábamos, los fines descansábamos disfrutando nuestros días juntos, a veces llegaban sus amigas, en especial una que me caía muy bien y que me aportaba grandes ideas y conocimientos. Además, me aceptaba sin juzgar.

Con el paso del tiempo fui aprendiendo a cocinar. Entendía que debía hacer algo para ella. Darle algo más. No podía seguir dándole más esfuerzo. Así que por eso los fines de semana me enseñaba y después conforme fui aprendiendo, en las noches al salir del trabajo y llegar a la casa me hundía en la cocina. Preparaba algún platillo que aprendía los fines y entonces cuando ella llegaba, todo estaba listo en la mesa. Fue maravilloso ver aquella sonrisa la primera vez que le hice eso. Quería sorprenderla por los cinco meses que llevábamos juntos y entonces al llegar a la casa se encontró con la mesa adornada. Velas, rosas rosas y rojas que le había robado a la vecina, cientos de papelitos de colores que decían lo mucho que la quería, y nuestro platillo favorito: papas fritas, salsa roja y licuado de fresa. Desde aquella vez al verla llorar de felicidad entendí que debía de tratarla así todos los días. Ella se merecía realmente lo mejor de mí.

La segunda vez que nos visitó su madre volvió a intentar humillarme. Esa vez no lo logró. Esa vez me defendió en frente y terminó corriéndola. Supongo que en parte ella tenía remordimiento, vergüenza y hasta un poco de lástima, no lo sé, pero desde esa vez me sugirió dormirme a su lado. Yo encantado acepté. Nuestra primera vez fue algo vergonzoso, nunca me había dormido con una mujer. Me sonrojé al meterme a su cuarto y verla con su pijama. Se rio de mí y platicamos un poco más de mi vida. Realmente no quería hablarle más de mí, pero insistió. Palabras guardadas que me hacían tener nudos en la garganta salieron a flote. Casi lloré, solo que aun pude aguantar el dolor. Nos quedamos dormidos abrazados y entre sus brazos cálidos y amorosos pude dormir bien sin las tormentosas pesadillas que me acechaban cada noche. Desde aquella noche mis demonios internos se calmaron. Pude respirar tranquilamente. Mi cuarto quedó olvidado y vacío de una presencia.

Era magnifico dormir y despertar cada día a su lado, oler su aroma de rosas, sus brazos rodeándome, su cabello rozando mi piel, escuchar sus risas y susurros al contarme lo que pensaba, sentir los miles de besitos que me daba con ternura y coger su mano apretándola y recordándome que estaba a mi lado, que era yo a quien había escogido, simplemente me encantaba dormir a su lado, abrazarla y recordarle lo mucha que la amaba, me sentía tan afortunado, tan feliz, hasta que llegó a aquel momento en que todo empezó a cambiar. Llegó él.

Eran casi nueve meses de que estábamos juntos.  Un día viernes, lo recuerdo bien. Había preparado todo como de costumbre. Eran las 10 de la noche, la hora en que ya tenía que llegar. Estábamos en primavera y las lluvias se hacían presentes, de hecho, estaba lloviendo. Me preocupé pues a través de las ventanas la oscuridad y las intensas gotas no me permitían ver nada. Solo luz borrosa de las lámparas de la calle.

La cena se enfrió y mi estrés aumentó. 11:15 pm y aun no llegaba. No hacía otra cosa más que ver a través de la ventana, la lluvia había cesado, solo quedaba una pequeña llovizna. No sabía qué hacer. No quería pensar en que algo malo le hubiera sucedido. Quería tratar de llamarle o contactarme con alguien. ¿Pero a quién y cómo? No podía.

Me dispuse a salir a la calle. Antes, regresé al cuarto y recogí mi sudadera. Después al caminar observé tras la ventana un carro que se estacionaba en frente de la casa. Me detuve a observar. No se podía ver al chofer. Se veía oscuro. Pero al cabo de minutos un sujeto alto, delgado y vestido de traje descendió y abrió la puerta del copiloto. Era ella quien bajaba del auto. Quedaron de frente, pero de espaldas a mí. De hecho, solo podía ver la parte dorsal de él. Permanecieron platicando así como cinco minutos. No entendía nada. ¿Quién era él? ¿Por qué la había traído? Ella nunca me había platicado de nadie que se pareciese a él. ¿De dónde había salido ese sujeto?

Se abrazaron y volvieron a permanecer, así como dos minutos. Rabia, celos y dolor me poseían. No sabía qué hacer. De pronto me miré y me sentí inútil. Corrí hacia al cuarto y así con las luces apagadas me acosté. Cuando la escuché entrar me hice el dormido. Escondí tras los cobertores las lágrimas que descendían. Lo único que escuché fue un perdón y los pasos para volver a salir. No sé en qué momento regresó a la cama.

A los días siguientes se fue la mayor parte del día. Me escribió en una nota que haría algunos asuntos en el centro. No me dio tantas explicaciones. Simplemente me dejó.  Lo más triste fue que regresó muy tarde. Nuestra rutina comenzó a romperse.



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En el texto hay: celos, soledad tristeza y amor

Editado: 21.12.2019

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