Querido Diario

Día Dos

14 𝔇𝔢 𝔈𝔫𝔢𝔯𝔬.
 

𝔔𝔲𝔢𝔯𝔦𝔡𝔬 𝔇𝔦𝔞𝔯𝔦𝔬:

Tengo 24 años, recién cumplidos el 3 de noviembre del año pasado. Se supone que debería estar saliendo a fiestas, bebiendo alcohol, teniendo sexo y creando un montón de momentos divertidos que algún día podría compartir con mis hijos.

Sin embargo, no quiero tener hijos. En lugar de eso, me encuentro encerrada en casa la mayor parte del tiempo, observando cómo pasan los días, mis mejores días, a través de la ventana, sin poder hacer mucho más que pensar en mi pasado.

●●●

Es curioso cómo, a los 10 años, podía sentir cuándo algo no estaba bien. Nada estaba bien, podía percibir la tensión en la casa una vez que volví después de jugar con los hijos de mis vecinos. El sudor recorría mi rostro y mi espalda, pero eso pasó a un segundo plano cuando escuché los gritos.

—¡Te vi! —gritó mamá desde la biblioteca, mis dos hermanas mayores estaban sentadas en la sala, frente al televisor—. ¡Vi cómo la estabas besando!

—¡Te dije que solo fue un accidente!

—¡¿Un accidente?! ¡Supongo que estabas a punto de caer y sus labios en los tuyos evitaron la caída!

Salté cuando se escuchó cómo algo golpeaba la puerta.

Kate, mi hermana mayor, se puso de pie y corrió a la puerta de la biblioteca, seguida por Meghan, mi segunda hermana.

Se escucharon más gritos, esta vez de todos. Minutos después, papá salió hecho una furia, con la cara roja y las manos hechas puños.

Yo seguía parada en la puerta, y para poder salir, con un gesto me empujó a un lado. Mi costado derecho chocó con un armario que sospechaba que pertenecía a los primeros propietarios.

Él no se disculpó, simplemente cerró la puerta detrás de él y dejó un silencio en el que solo se escuchaban los sollozos de mi madre.

Salí nuevamente. No me gustaba ver a mi madre llorar, así que salí corriendo a la casa que estaba junto a la nuestra, solo separada por arbustos que el esposo de Fiora se encargaba de podar. Me incliné y pasé por debajo de uno; algunas ramas se quedaron pegadas en mi cabello cuando finalmente crucé.

Me enderecé y con las manos alejé algunas ramas de mi ropa.

—¡Fuera de mi propiedad!

Me detuve a mitad de camino y mi cabeza de inmediatamente se guiro hacia esa voz.

Una mujer anciana, vestida con una falda café, calcetines largos, camisa blanca y un mandil morado, estaba sentada en la puerta trasera de la casa, con sus ojos fijos en mí.

—¡He dicho, fuera de mi propiedad!

Mis ojos se abrieron de par en par y retrocedí un paso.

Ella seguía gritando mientras el miedo se apoderaba de mí, sintiendo que en cualquier momento necesitaría un cambio de ropa interior.

Nadie vivía en esa casa.

Estaba abandonada desde que los antiguos dueños se divorciaron y él se fue a vivir a otro país, mientras que ella se mudó con sus hijos al siguiente pueblo. Sin embargo, ninguno de ellos tenía una abuela a la que podrían haber olvidado.

La anciana seguía gritando, se puso de pie y ahí fue cuando realmente me asusté. No había ninguna silla y uno de sus pies faltaba.

Me giré, lista para seguir sus órdenes.

Un grito escapó de mis labios cuando choqué con un cuerpo femenino.

Me sacudí cuando sus manos me agarraron.

—¡Ángel, cálmate! —volví a gritar, sin darme cuenta siquiera de que sus manos estaban cálidas—. ¡Soy Kate, Ángel, soy tu hermana!

Hermana.

Eso bastó para que mi mente se calmara, pero aún así seguí luchando hasta que me soltó. Con pasos apresurados, crucé al otro lado y corrí hasta mi casa, sin detenerme hasta llegar a mi habitación.

•••

Entramos en la casa de la Sra. Gordon. A pesar de escuchar las voces de las personas en la cocina y en el jardín trasero, no podía apartar la mirada del marco colgado en la pared.

—Ella era mi mamá.

Miré a la Sra. Gordon, que tenía la edad de mi abuela.

—¿Qué le pasó en su pie?

—Fue un accidente. Se lastimó y era demasiado terca para darse cuenta, su pie se infectó y finalmente se lo tuvieron que amputar.

—¿Dónde vivía?

La Sra. Gordon me ofreció un pastelito y me dio una palmadita en el hombro.

—Si ella estuviera viva, sería tu vecina —sonrió—. Tienes suerte, era una mujer gruñona. Vivía en la casa que está al lado de la tuya, cielo.

●●●

Basta con decir que nunca más crucé los arbustos que separaban las dos casas.

Ese fue el desenlace de una de mis... Aún no sabía cómo llamarlas. Mi padre la llama una Bendición y dice que es algo con lo que Dios me bendijo y que debo aceptarlo, pero hay cosas que, a pesar de ser adulta, todavía me atemorizan.

Quizá el miedo que siento tiene justificación porque puedo verla.

Levanté un poco la cortina de la única ventana que da al patio trasero de la casa de al lado y observé al vecino podar el césped. Su camisa colgaba del bolsillo trasero y sus tatuajes brillaban con el sudor que cubría su cuerpo por el arduo trabajo. La mayor parte de su piel está cubierta de tatuajes, con el cabello corto en los lados y largo en la parte superior. Aun así, nunca llegué a verle el rostro, solo su perfil.

Solo podía observarlo trabajar y preguntarme: ¿qué se siente ser una persona... normal?

Con esa pregunta sin respuesta, dejé de mirar al nuevo vecino y me concentré en el reflejo de Fiora.

—¿Ángel?

—¿Sí?

—¿Qué estás viendo?

Una punzada me hizo cerrar mi ojo izquierdo y con las yemas de mis dedos hice círculos.

—Tenemos nuevo vecino.

—Lo vi, es un grosero —la vi intentar mirar por encima de mi hombro—. Lo saludé y no me respondió. Es guapo, pero los modales matan la bonita cara. No caigas en su encanto de macho alfa, mi Ángel.

Le sonreí.

—No lo haré, Fiora —dejé de mirarla cuando la anciana empezó a gritarle al vecino—. No te preocupes.

—Lo haré, debo volver al trabajo.

Asentí.

Mientras observaba su reflejo en mi vista periférica y a la anciana en completo, solo pude negar mentalmente lo que dijo mi padre.

No, esto no es una Bendición enviada por Dios; es todo lo contrario. Es una maldición dada por el diablo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.